La Jornada Semanal, 5 de abril de 1998



SUSAN SONTAG: EL PARAISO QUE FUIMOS


Rosa Beltrán


Rosa Beltrán es autora de la novela La corte de los ilusos (Premio Planeta 1995), de los libros de cuentos Amores que matan y La espera, y del libro de ensayos América sin americanismos. La reciente visita de Susan Sontag a México dio motivo a Rosa Beltrán para hacer un recuento del trabajo crítico de aquélla y establecer la validez de sus aportaciones en el terreno de la reflexión sobre el pensamiento contemporáneo.

O blanco, o negro.

Nuestra cultura binaria nos obliga a hacer juicios de valor, a pensarlo todo en términos de buenos y malos, a poner las manzanas con las manzanas y no con las peras. Nos obliga a elegir. ``Si tengo que elegir entre Dostoievski y los Doors desde luego que elegiré Dostoievski'', dijo una vez Susan Sontag. ``Pero'' -y aquí la pregunta fue fundamental- ``¿por qué tenemos que elegir?''

Con este tipo de argumentos, la autora de Contra la interpretación dejaba claro en 1961 que ``cultura'' era algo más que lo que estábamos acostumbrados a ver. Que el crítico -y no sólo el escritor- debía ocuparse de rescatar lo que los historiadores no pueden rescatar de una época: la sensibilidad cultural del momento histórico que se vive. Que el historiador puede aprehender las ideas y la conducta de una época, pero alguien tiene que captar la sensibilidad y el gusto que conformó esas ideas y esa conducta. Y que por lo tanto lo último en que debiera pensar el intelectual es en seguir rumiando sus preferencias universitarias.

Hoy la cultura pop de la que tan extensamente se ocupó Susan Sontag forma parte del museo imagístico y verbal en que se ha convertido nuestro fin de siglo. Nuestras nostalgias están hechas de los momentos históricos y artísticos en los que ya no creemos, del cine ``retro'', donde los protagonistas defienden costumbres que miramos con sonrisas displicentes, de una imagen de los años sesenta que hoy se concreta en el uso de faldas largas y zapatos de plataforma, del nostalgioso gusto de escuchar las ``oldies but goodies'' y llenar un auditorio donde los Rolling Stones son vistos como auténticas piezas de museo vivientes cuya mayor virtud consiste en brincar dos horas en el escenario sin la necesidad de usar venoclisis.

El hecho de que el espíritu de los sesenta se haya vuelto objeto de culto y nostalgia habla de que, pese a las capitulaciones y la comercialización de los procesos, hay una porción, una marca residual de los sesenta que se resiste a ser borrada del imaginario colectivo. Sin embargo, es cierto que el atrevimiento, el optimismo y el desdén por el comercio de la sensibilidad de los sesenta han sido sustituidos por las manifestaciones más complacientes de la frivolidad y el consumo, y que la capacidad de inventiva del arte de los sesenta y setenta hoy es impensable fuera de los criterios del gusto dictados por la masa.

En un sentido, Susan Sontag no se equivocó en su respeto por la diversidad cultural, el valor de la insolencia y la defensa del placer. Pero es evidente que el triunfo de estos valores en la edad del capitalismo tardío se debe a razones bien distintas de aquellas por las que ella abogaba.

Contra la interpretación, uno de los libros más leídos de la década de los sesenta y setenta y, junto con Estilos radicales, la obra que puso a Susan Sontag en el centro de la polémica internacional, se inspiraba en una compulsión que nos es común a todos. Nuestra compulsión de exigirle a la obra de arte una respuesta. El argumento de Sontag partía de una fatalidad: a partir del momento en que a Descartes se le ocurrió decir ``pienso, luego existo'', ninguno de nosotros podría recuperar jamás aquella inocencia anterior a toda teoría, cuando el arte no se veía obligado a justificarse, ``cuando no se preguntaba a la obra de arte qué decía porque se creía saber qué hacía''. La ocurrencia de Descartes cimentó nuestra fortuna y nuestra desgracia, porque a partir de ese momento nos vimos obligados a cargar con la tarea de defender al arte. Y esto no le hace ningún favor a ninguna obra.

La interpretación lleva implícita una desgracia: al reducir la obra a su contenido con el fin de interpretar ``aquello'' de que se compone, domesticamos la obra de arte. Así que interpretar (ejercer la función interpretativa) es sinónimo de reducir y, por tanto, de empobrecer el arte. Interpretar la obra es duplicarla, decía Susan Sontag. Por ello, nos invitaba a desechar los duplicados y a experimentar la inmediatez del arte. Pero hoy día, a 37 años de distancia, ¿podríamos aún pensar que es posible ``experimentar'' una pintura, una película o una novela sin interpretarla? ¿Puede hoy defenderse la idea de ``vivenciar'' el arte sin obligarlo a pasar por la prisión de las palabras? George Steiner parece responder a esta pregunta en términos negativos: ``La lectura implica una responsabilidad; es preciso responder a un texto, a la presencia y a la voz de otro.'' Y nuestra respuesta, aun la que pronuncia nuestro cuerpo, está mediada irreversiblemente por la palabra.

El problema de la interpretación, decía Sontag, puede verse en la obra de Kafka. Es prácticamente imposible leer a Kafka, el autor, fuera de Kafka, el mito. Pero el consejo que daba, basado en una frase de D.H. Lawrence, ``no creas nunca al cuentista, cree el cuento'', parece ser bastante problemático a la luz de nuestros actuales criterios de lectura. En un mundo donde (a partir del Renacimiento) las obras van firmadas, y donde (desde el romanticismo) se privilegia el criterio de originalidad y, por tanto, de individualidad, el autor es indisociable de la obra. Y más todavía. En la sociedad de consumo masivo de hoy, donde la imagen de la obra es su autor, ambos productos ingresan al espacio público de la mano.

A Kafka, decía Sontag, se lo lee como alegoría social cuando vemos en su obra la frustración y la insensatez de la burocracia; se lo lee como alegoría psicoanalítica cuando lo que vemos es la desesperada revelación del temor de Kafka a su padre, y como alegoría religiosa cuando ponemos el énfasis en los intentos de Kafka en El castillo por ganarse el acceso al cielo, o el juicio lapidario de la insondable justicia de Dios sobre José K. Es tan vigente esta idea de Susan Sontag sobre la imposibilidad de leer a Kafka sin Kafka, que después de tres décadas y media Milán Kundera la confirma en Los testamentos traicionados. Kundera incluso nos hace una propuesta tentadora: ¿por qué no nos hemos atrevido a leer a Kafka desde la risa, por qué no nos hemos atrevido a descubrir su enorme sentido del humor?

Susan Sontag previó la conversión del arte en artículo de uso y detectó con extraordinaria lucidez que su mercantilización no sólo tenía que ver con las leyes del mercado sino también con nuestra compulsión por interpretar las obras: si no nos sintiéramos obligados a emitir juicios de valor sobre la pintura, por ejemplo, o sobre este o aquel grupo de rock, ¿cómo podría costar más una obra que otra?

Ya que no podemos eludir la crítica, decía la autora, una manera más justa de ejercerla sin usurpar su espacio es poner una mayor atención a la forma, contra nuestro excesivo interés en interpretar el contenido. ``Necesitamos un vocabulario de las formas más que prescriptivo, descriptivo.'' Es impresionante el impacto que tuvo esta frase si hoy pensamos en la forma que ha adoptado nuestra manera de interpretar las obras y la realidad misma. Lo que hoy se espera es que la crítica dé cuenta del contenido de la forma, aunque desafortunadamente no es esto lo que hacen la mayor parte de quienes escriben sobre literatura en nuestro país, y mucho menos los críticos que escriben para periódicos y suplementos culturales. Aún la mayor parte de ellos basan sus juicios en los criterios más subjetivos del gusto y se conforman con extender certificados de ingreso o expulsión del hit parade.

Falta muchísimo por hacer, sobre todo, en la descripción de la forma del lenguaje de los medios y en las manifestaciones de la cultura de masas, todavía hoy opuestas a las manifestaciones de una ``cultura superior'' y desechadas por la mayoría de las personas inteligentes. En nuestro país, Carlos Monsiváis es, sin duda, una de las poquísimas excepciones a la regla. Pero la mayoría de nuestros críticos sigue sintiéndose más cómoda si habla -por usar el mismo ejemplo- de Dostoievski que de los Doors.

Las razones de nuestra extraña aversión a hacer un análisis serio de lo que parece frívolo (las razones que nos impulsan a pensar que un estudio de lo light vuelve a su autor automáticamente un autor poco digno de ingresar al grupo de los happy few) tienen que ver, desde luego, con criterios arribistas: ``Si sólo hablo de los grandes baluartes de la `cultura superior', ingreso a ella, ipso facto'', como si el prestigio y la respetabilidad dentro de los medios y las instituciones fuera algoÊque se adquiriera por ósmosis. Pero las causas que nos llevan a desdeñar las obras y las formas artísticas que aún no han sido consagradas también obedecen a nuestra forma de comprensión del arte. La interpretación (la ``traducción'') de las obras de los grandes autores como Proust, Joyce, etcétera, ``no es sólo el homenaje que la mediocridad rinde al genio'', decía Susan Sontag; ``es, más bien, la manera moderna de comprender al genio''. Y, en suma, de comprender algo. No podemos entender las obras de otro modo.

Con todo, Sontag nos aconsejaba no interpretar; plantarnos mudos frente a la obra de arte, tratar de ``experimentar la luminosidad del objeto en sí''. Tal vez el enmudecimiento ante la obra sea una práctica imposible. Entre ella y nosotros se impone, inevitablemente, el lenguaje. Aun calladamente damos razones a nuestro cuerpo, y la experiencia estética -lo mismo que la experiencia amatoria- es precedida por el verbo. Estamos condenados a interpretar. Ninguna experiencia artística o sensorial está fuera de la razón y, sin duda, nuestro órgano erótico más desarrollado es el cerebro. Pero el consejo de Susan Sontag sobre la necesidad de ``ver más'', de ``oír más'', de ``sentir más'' e interpretar menos, tras el embotamiento de los sentidos al que nos han llevado las condiciones de la vida moderna, sigue siendo imperativo en nuestro tiempo. Oscar Wilde dice en el epígrafe del libro de Sontag que abrió la caja de Pandora al mundo: ``el misterio del mundo es lo visible, no lo invisible''. Necesitábamos los ojos que Sontag nos prestó para darnos cuenta de que las cosas están en el lugar más iluminado del camino. Justo ahí, frente a nosotros, donde nadie está buscando.