La Jornada Semanal, 5 de abril de 1998
Quizás el conjunto de narraciones más conocido de Giorgio Manganelli sean las ``novelas río'' contenidas en Centuria, libro que lo situó como uno de los escritores italianos más originales del siglo. Menos conocidas son A los dioses ulteriores, Encomio del tirano y Del infierno. Publicamos dos pequeñas joyas de la ironía extraídas de sus Improvisaciones para máquina de escribir, donde la elegancia y el extraordinario conocimiento del idioma de Manganelli se hacen evidentes.
No sé cuál sea su opinión sobre el monstruo de Loch Ness, pero a mí me es simpático; admiro su discreción, ese secular existir y no existir, la mole, quizás la arcaica gordura llena de decoro, junto con su elegante invisibilidad; nadie lo ha visto siquiera, pero se sabe que es enorme.
Extremadamente sedentario, indiferente al prestigio de la radio y la televisión, mora en su misterioso paraíso lacustre, y pasa el tiempo, verosímilmente, leyendo los clásicos.
Me gusta pensar que en el fondo de su lago escocés hay una puerta de la que sólo Nessie (¿así se llama el monstruo?) posee la llave que consiente el acceso a una metrópoli subterránea, un tranquilo arrabal habitado por tantos monstruos, todos grasos, sedentarios, calmados, discretos, educados. Paseos con el perro, lectura de periódicos, sosegadas discusiones sobre el alma, alguna mano de bridge -no, los monstruos de Loch Ness no juegan póker, demasiado agresivo.
El monstruo escocés, se nota, no lleva el gonete, porque se cuida de no hacer folklore: es vulgar. El monstruo tiene padres, pero me parecen de menor clase. Por un lado, Papá Noel: demasiado folklore, patente exhibicionismo, demagogia; renos, trineos, ¿qué serían estas mezquindades? El diablo es un cizañero, más destructor que ingenioso; no salvaría ni brujas, ni hadas, y menos a Nostradamus, que predice las películas de horror. Puesto en aprietos, creo que salvaría sólo al yeti; es bruto, no sabe escoger los vinos, no sabe comportarse en la mesa; sin embargo, la discreción, la predisposición al silencio, la inquietud pendenciera por la televisión y la radio, ese existir y no existir, ese dejar huellas pero nunca dar la mano, señores míos, es clase.
Leo que los hombres faltos de fantasía y de tacto intentan explorar ``científicamente'' el lago escocés para encontrar las pruebas de la existencia del monstruo; pues bien, si no encuentran pruebas, creerán demostrado que el monstruo no existe. ¿Piensan, pues, que este monstruo se deja capturar, como un polluelo, o pescar como un coregónido? No se olvide que el monstruo actúa desde hace siglos; que siempre ha aparecido uno y sólo uno; que no ha hecho nada para espantar o fraternizar. Esta soledad, esta longevidad que parece aludir a lo eterno, esta esquiva dulzura me fascina; dudo que sepa sujetarse a la infantil indiscreción de las sondas; quizás las sondas se divertirán transmitiendo imágenes ambiguas, nebulosas, inadmisibles: algas, escollos, un televisor destrozado.
Dice alguien que, al acercarse el año dos mil, el monstruo podría decidir revelarse; y me pregunto, no sin incomodidad, qué fiera podría salir, enorme, eterna, silenciosa, de la puerta que está en el fondo del lago escocés.
``¿Usted ama los perros?'', me pregunta un amigo a quien hablo de usted. Acabo de leer el artículo de Vincenzo Consolo, y mi sentido del deber me inclina a la generosidad. Debería decir que por los perros pierdo el sueño, escribo sonetos y compro bizcochos. No sería del todo cierto. Diría que los perros me turban. Son animales misteriosos. Si bien, como se ha notado, los perros no se parecen a los seres humanos, su comportamiento es extrañamente antropomorfo. Parece que el perro es un aliado del hombre que está preparándose para los exámenes hacia una buena, suculenta reencarnación. Si le va bien, se vuelve simio.
Deploro la tendencia de los perros a tratar al hombre como un ser superior. He visto perros que también me miraban con reverencia. Exagerados. Deploro la tendencia de los perros a realizar buenas acciones. Ningún gato haría buenas acciones. Si se lo dejara hacer, el perro estudiaría para servir en la cruz roja. Y sin embargo el perro tiene algo de fascinante. No sabría cómo definirlo. ¿Quizá son ángeles inclinados al mal?
Tienen algo de los frustrados, y una vanidad que diría insincera; seguramente los echaron del paraíso porque se contaban historias inconvenientes. Los perros me hacen pensar en esos extraordinarios bufones que hacen escenas para desternillarse y nunca ríen. Los perros son seres un poco melancólicos, y tienen el arte de provocar sentimientos de culpa. ¿Son esclavos o patrones secretos? Recuerdo que O. Henry, para señalar hombres proclives a una razonable depresión, los llamaba ``hombres que llevan de paseo a los perros''.
Quizás entiendo en qué consiste la difícil fascinación por el perro, y también por qué Vincenzo Consolo los tiene en tanta estima. Los perros han dejado hace siglos de ser animales, en la misma medida en que se llama animales a los tigres y las jirafas. El perro ha renunciado a todos los términos de su calificación psicológica, y se ha convertido en otras cosas. ¿Qué cosa? Osaría decir que se ha vuelto un síntoma. El perro-animal, simpático y fantasioso alborotador, ya no existe; en su lugar tenemos este extraño producto no rigurosamente genético de las inquietudes, de las incomodidades, de los malhumores, de las extravagancias, de los despechos del hombre incivilizado.
El perro de hoy sale de nuestros sueños, como las pesadillas y los fantasmas, pero también ciertas figuras angélicas, admirables aunque innaturales. Por esto: hubo milenios en que el perro fue ``natural'', como el agua y la flor; pero hoy no es natural, es como nosotros: un artificial descubrimiento, una invención. Quizás hombre y perro son los únicos seres en el mundo que han conseguido una total, irreparable innaturalidad. El perro es nuestra neurosis, el símbolo de algo que nunca podemos amar lo suficiente; ¿y qué tipo de enfermedad somos nosotros para el perro? Una enfermedad que lo ha vuelto esclavo.