La Jornada Semanal, 5 de abril de 1998
Sus travesías por el intrincado bosque tropical de la sintaxis y sus temas extraídos del imaginario popular aparecen en dos obras fundamentales de la literatura puertorriqueña contemporánea: La guaracha del Macho Camacho y La importancia de llamarse Daniel Santos. Aquí, Luis Rafael Sánchez explora las causas que llevan al escritor a ejercer su raro oficio.
A mi vocación literaria, a mi modo de enfrentarla, a mis ciclos de euforia creadora o de silencio penitenciario, se le suelen pedir más cuentas de las que yo, razonablemente, puedo dar. Como si los otros, quienes me piden las cuentas, los lectores habituales o circunstanciales, hubieran separado para sus personas el derecho a preguntar, sin explicaciones previas, de buenas a primeras, ``¿por qué escribe usted?''
Taimadamente, debía responder a la pregunta con otra, ``¿por qué lee usted?'' Pues el escribir y el leer establecen una hechizada conversación entre dos personas que aman lo mismo.
Si el lector anda, siempre, a la búsqueda del libro que le regale satisfacciones, el escritor anda, siempre, a la espera del lector que tienda un firme puente hasta las orillas de su libro, un lector dispuesto a transformar el libro en el boleto para un viaje singular, liberador e inmóvil. Cuantas veces el lector se asume, la obra resucita de la tumba del libro, retoma su novedad, la armonía de su construcción. Cuantas veces el lector presta la voz suya a la voz de la obra, ésta renace, recupera su antigua novedad.
Si a la pregunta ``¿por qué escribe usted?'' la animara la inteligencia defectuosa o frívola, lo percibiría, seguido. Como, también, repararía en si la misma procede del vecindario del reproche. Pero no. Se trata de una pregunta honesta, sinceramente interesada en los procesos creadores que culminan en lo que se nomina, empeñosamente, la obra; una pregunta en que parece apretarse la sorpresa que suscitan las manifestaciones del talento que se dedica a la construcción de realidades autónomas con las palabras como material único y los signos de puntuación como los moldes que las expanden o las restringen.
No se le ha hecho la justicia correspondiente a la coma como la indicadora de la respiración pulmonar del texto, como tampoco se han valorado las posibilidades semánticas del punto. Aunque en dos obras capitales de nuestros días, Esperando a Godot y El lugar sin límites, a éste se le encarguen unas funciones que desbordan el mero dar aviso del final de la oración; unas funciones que inciden en el acto de caracterizar los personajes, de perfilar sus insuficiencias por un lado. Y por el otro en el propiciamiento de unas atmósferas de mortificación y de embriaguez. El desempeño existencial de Vladimir y Estragon navega entre los puntos de sus conversaciones truncas. Y la personalidad oculta de Pancho Vega, ese protomacho hispanoamericano afectado por la sexualidad ambigua, avanza entre los puntos suspensivos con los que José Donoso produce sus reveladoras pesadillas.
Porque la literatura, repetimos, que se modela inevitablemente en las apariencias de la realidad, constituye una realidad autónoma, independiente de ésta, en que nosotros estamos inmersos; una realidad de tal manera solvente en su propiedad que promulga las leyes que la sustentan. Al margen de que la crítica ensaye, periódicamente, unas teorías explicatorias, cuyo afán de novedad amenaza, en ocasiones, la sencilla intelección, la obra literaria retiene una integridad impostergable, una integridad resistente a los desafíos del lector. Quien es, por otra parte, quiéralo o no, lo repetimos, el sujeto que reactiva la belleza o la resonancia, la complejidad o la transparencia de la obra, cuantas veces se sienta a leerla, cuantas veces se sienta a autorizarla.
En fin, que si bien la razón de la obra artística no hay que buscarla fuera de ella, aunque en ella se impliquen la cultura de la época y la biografía sensorial del autor, corresponde al lector resucitarla del libro, revitalizarla con la interpretación convencional o arbitraria. En fin, recorrer los caminos recorridos por el talento de quien la firma. Un talento que día a día, con mayor convicción, yo asocio con las benditas iluminaciones de la paciencia.
La palabra paciencia parece restarle misterio y prestigio divino a la escritura. La palabra paciencia parece tener otros destinos más usuales como el estudio, el deporte y otras faenas asociadas al desempeño corporal, físico. La palabra paciencia parece ajena o forzada a la hora de juzgar la escritura.
No lo es.
A ella, a la paciencia hay que responsabilizar, esencialmente, de la florida del talento, a la paciencia ascendida a pasión, a la paciencia que hace inefectivo el tópico romántico de la inspiración o el estado de gracia. Convengamos en que aún pervive el lastre romántico de que el escribir literario se efectúa tras un arrebato, un trance cuasi místico o una posesión sobrenatural.
Desde luego, hay días en que la sensibilidad o la inteligencia se agudizan, se hacen más patentes, fluyen con tanta fertilidad y naturalidad que parecen determinadas por una conciencia superior.
Pero la poca frecuencia de esos días confirma que la sensibilidad y la inteligencia, por sí solas, apenas si producen el combustible suficiente para que el arte se logre, apenas si garantizan la energía necesaria para que la obra empiece a levantarse, palabra a palabra, oración a oración, párrafo a párrafo, hasta su final convertimiento en una estructura sólida, espaciosa, duradera. ¿Qué otra cosa es, además de un universo atestado de grandeza espiritual, Don Quijote de la Mancha, si no una perfecta e inconfundible construcción verbal, deslumbrante y deslumbrada? ¿Qué otra cosa es, además de una saga en la que toda pasión halla su asiento, Cien años de soledad, si no una edificación monumental en la que a una sola palabra, soledad, se la dota del virtuosismo de abrir y cerrar las vidas, como la más maestra de las llaves.
``Martillo, condúceme al corazón del misterio'', escribe, aturdido y emocionado, Enrique Ibsen para que se utilice como su eventual epitafio, para que en la súplica a la humilde herramienta de trabajo se patentice el camino de trabajo, esfuerzo y confiada dedicación por él seguido a la hora de darle cuerpo a sus grandes ficciones.
La inquebrantable voluntad de hacer y de decir, la necesidad urgente y visceral de encontrar una expresión original, son algunas flexiones de la paciencia, la terca disposición a que del borrador oscuro surja el verso claro, como lo quería Lope de Vega. Y ese otro monstruo de la naturaleza, Pablo Picasso, cuyas creaciones imponen su nombre en toda nómina del arte como sublevación, del arte como la inobjetable traducción de lo informe a lo perceptible, aclaraba, entre franco y jactancioso, ``Yo no busco, encuentro''. La afirmación de sus encuentros era, a la vez, la afirmación de su capacidad para volcarse en el trabajo, su matrimonio indisoluble con la paciencia.
Pero volvamos al punto de partida.
André Maurois escribió, como conclusión de su apretado y excelente ensayo sobre la obra de André Gide, que la función del escritor consiste en construir un edificio y la del lector en ocuparlo. Acaso quienes me preguntan ``¿por qué escribe usted?'' sean lectores ávidos de ocupar mis edificaciones literarias y a los que les parecen semejantes el propósito y la manera. Es decir, seguidores de mis invenciones que, aconsejados por su devoción, se allegan a mi persona con el santo y seña de la que consideran la menos sospechosa de las preguntas.
La recurrente pregunta, a la que redime la buena intención, coloca la escritura en el apartado del hacer arbitrario y hasta dispensable. Detrás de la misma se parapeta la sospecha de que el llamado trabajo del escritor no es más que un pasatiempo que no responde a jefatura alguna, un entretenimiento flexible que se cultiva a deshora y en cualquier lugar, hasta tumbado bajo la sombra de un pino, hasta en la holganza asociada con la cama y con la hamaca.
De ahí que la pregunta, ``¿por qué escribe usted?'' tenga, también, un poco de reconvención, de llamado a la cordura.
A un médico cirujano nadie le pregunta por qué opera a menos que se necesite conocer, a profundidad, el estado del paciente. Que habrá de ser un familiar inmediato puesto que la pregunta huelga, cuando se trata de primos, tíos o vecinos. Tampoco a un albañil se le pregunta por qué mezcla el cemento y la arena, ni a una cocinera por qué adereza las legumbres que juntó en una escudilla o en un cazo. ¿Quién pregunta al bombero por qué apaga el fuego o al abogado por qué defiende al criminal? Todo oficio o profesión define su hacer y su alcance en cuanto se lo nombra: costurera, aviador, mecánico automotriz, sepulturero.
En cambio, insistentemente, se pregunta a quien escribe por qué lo hace como si se tratara de un asunto turbio, sujeto a sospecha, uno volátil y hasta inútil. Algunos escritores, de los que muy pronto repararon en que la pregunta se la podían espetar a la primera oportunidad, han logrado patentizar una respuesta que les sirve para salir del paso con gracia y chispa apropiadas. De entre las numerosas que circulan, a punto ya de integrar un volumen grueso e ingenioso, prefiero las de dos escritores de una obra de excepcional reciedumbre, Gabriel García Márquez, Juan Goytisolo.
El primero ha acuñado una respuesta que no huele a guayaba pero sí a fragante trampa. ``Escribo para que mis amigos me quieran más.'' La respuesta, además de confirmar el carácter retozón del colombiano universal, plantea un formidable ardid -García Márquez confiesa que escribe para endeudar a los demás con el cariño, para satisfacer la expectativa a propósito de su genialidad creativa. Juan Goytisolo, más enigmático en el decir que Gabriel García Márquez, más apegado al ideal de la escritura compleja, dice que cuando sepa por qué escribe dejará de hacerlo. La respuesta implica que en cada obra suya se elabora, inconscientemente, una teoría del autoconocimiento, la búsqueda de una respuesta cuya fatalidad radica en el hallazgo.
Ando convencido de que la pregunta ``¿por qué escribe usted?'' contiene otras preguntas, como contiene varias cajas la sorprendente caja china; que la pregunta esconde un doble fondo, como los baúles de los cuales escapan los magos ante el aplauso del público agradecido por la eficacia de la trampa.
No obstante, como la pregunta recurre, como parece que, tarde o temprano, deba darle una respuesta, fluida y convincente, como suele formularla una persona joven, a lo mejor atemorizada por las luchas a que convoca la vocación artística, he empezado a razonar, lápiz en mano, por qué escribo.
No les extrañe que sea ahora, cuando me siento a hacer tan poco promisorio inventario. A la madurez de los años le agradezco, públicamente, la rebaja de la ansiedad que, en muchas ocasiones, ha sobresaltado mi vocación escrituraria. Una ansiedad que me ha salvado, por otro lado, de rebajar la escritura a producción industrial, de confundirla con la grafomanía megalómana, de ceder a la tentación comercial de dar gato por libro. Por eso, he publicado lo que he creído pertinente y responsable. Lo que ha motivado que algunos buenos amigos se quejen de que haya caído, demasiado, en el pecado de la inedición, de que no haya guardado, más religiosamente, los mandamientos del carrerismo y la ambición. También explica que sea ahora, cuando los años tañen mi sonata de otoño, ahora que vivo una feliz reconciliación con mi persona como totalidad humana, esa persona que poquísima relación guarda con los ruidos que le valen a esas dos hijas bastardas del trabajo y la paciencia que se llaman la fama y a la celebridad, cuando accedo a hacer una reflexión introductoria, en tono menor, de mi escritura y las voces y las razones que recurren en ella.
Hechas las introspecciones de rigor, tras repasar en el frágil archivo de la memoria algunas de mis obras, puedo decir que, en términos generales, escribo para entablar un diálogo crítico, vivo, a fuego cruzado, con mi país, con mi tiempo y mi persona.
Escribo, a veces, para mediar entre los asombros producidos por la realidad que me rodea y mi persona que la padece. Lo que es un riesgo excepcional si se vive en las Antillas, si se es hijo del Caribe. De todas maneras fronterizo es el Caribe, de todas maneras mezclado, hasta el extremo de que sólo una paradoja tiene la capacidad de caracterizarlo -lo único puro en el Caribe es la impureza.
Esa mezcolanza racial, esa mezcolanza idiomática, esa mezcolanza política, esa mezcolanza religiosa, esa mezcolanza ideológica, esa mezcolanza de disímiles pobrezas, hace del Caribe un lugar desgarrado, como lo ven Palés Matos, Jean Alex Phillips y Jamaica Kincaid, un lugar sugerente como lo ven Derek Walcott, Marcio Veloz Maggiolo y Aimé Cesaire, un lugar exótico como lo ve Graham Greene. Pero, a la vez, un lugar duro y amargo para propósitos del arte, destructivo incluso. Pues en las geografías donde manda el hambre, el artista acaba por ser un paria, un enajenado, un comediante, un presagiable adulador del poder, un marginal, un extranjero en casa, un hombre inútil para lo que no sea tejer la historia de su tribu accidental, como llama Fedor Dostoievski el país natal, el país donde se nace.
Aunque de agua o de sal sean los barrotes, un país con forma de isla es un país con forma de cárcel. Tarde o temprano, el Caribe lleva al viaje, a la emigración, a la errancia, al exilio. Si se legaliza el viaje tiene como su transporte legal la guagua aérea. Si se ilegaliza, si se desafían la fiereza de los mares y la hambruna de los tiburones, el viaje tiene como su transporte la yola, la balsa.
Desde las islas que las revistas de viajes catalogan de paradisiacas, hasta las islas que las agencias noticiosas catalogan de conflictivas, el Caribe lo integra un hervidero de falsas postales. Es decir, detrás de las fachadas idílicas se arrastran unos países con hambre de comida y de justicia.
Escribo, también, para que la memoria lleve los números confiables de la insatisfacción y la dicha de ser caribeño, de ser un caribeño de Puerto Rico, mi tribu accidental, de las posibles, las deseables inserciones de Puerto Rico en la historia del Caribe. Aunque los defensores de la historia como una flexión de la geopolítica corrijan que la historia mayúscula no pasa, no puede pasar por Puerto Rico por su tamaño escaso, por su dependencia a ultranza, por su ubicación en el Caribe.
Permítanme, de forma abreviada, glosar lo anterior.
Nunca he practicado la ilusión de provenir de otro lugar que de donde provengo ni de habitar otro espacio temporal que el que me impuso la contingencia ni de ser otra persona que ésta que les habla. A la vez, porque nunca se me ha hecho sana, inteligente o tolerable la idea de que hay un mérito intrínseco en la procedencia nacional, nunca me ha robado el sueño la imposibilidad de ser, por ejemplo, francés, mexicano o norteamericano. Otra cosa, desde luego, sería incurrir en la estupidez y negar el carácter ejemplar de la cultura y aleccionador del pensamiento, tal como se practican en Francia, México y los Estados Unidos de Norteamérica. Además, tales sueños o divagaciones me han parecido siempre inútiles, ineficaces. Sin la necesidad de estafar la propia naturaleza, en lo que uno es, sea hombre o mujer, blanco o negro, amarillo o mestizo, religioso o agnóstico, europeo o novomundista, heterosexual u homosexual, joven o viejo, puertorriqueño o chicano, hay suficiente aventura y significación, complejidad y destino, interrogación y proyecto, como para adelantar cualquier sueño, como para realizar cualquier vocación.
En ese sentido, en el hecho de ser puertorriqueño sin dramatismos ni compunciones, sin ceder el paso a los peligros de la victimización, echando mano al patriotismo cuando ha sido menester pero desacreditando la patriotería cuando ha sido preciso, he encontrado el material necesario para construir mi obra. Una que ha tenido, como su proyecto central y reiterado, el establecimiento de un diálogo vivo, sin ambages, con mi país y sobre mi país.
No se me escapan los riesgos del proyecto. Y a veces me quejo, ante mí mismo, por no haber hecho una literatura más mía en mí, más sometida a los dictámenes del instinto y
la carnalidad, a las movedizas leyes del deseo, al amor como un sometimiento que formula su poderío en la irracionalidad.
No obstante, desde que se publica la colección de cuentos En cuerpo de camisa, he querido, gustosamente, hablar de mi país y con mi país, fábula en mano, palabra en mano. He querido, poco a poco, textualizarlo, ahondar en las posibilidades de su fisonomía y su tipicidad, conjuntar algunos de sus rasgos. Aunque sin olvidar que no hay tal cosa como un país monolítico, como un país apresable en las volatilidades de la emoción, como un país remitente a unas virtudes o unos defectos estratificables. Un país, todos lo sabemos o lo sospechamos, lo produce una sin fin pluralidad de temperamentos y de visiones, de miradas encontradas y de indistintas apuestas a los azares del destino. En la geografía física de un país, todos lo sabemos o lo sospechamos, caben miles de países ensoñados. Hasta en los países cuyos gobiernos amparan una festinada demagogia de la igualdad a todo trance, la realidad desborda, continuamente, los deseos del diseño.
Repito, yo escribo para dar cuenta al mundo de mi país natal. Lo hago porque ha sido en los libros donde he hallado el aliciente necesario para enamorarme, perdidamente, de un lugar, que puede tener el tamaño inmenso de la ciudad o el tamaño de una calle. Sobreentiéndase que cuando hablo del lugar, hablo, por supuesto, de la gente que lo habita, lo modifica, que lo humaniza, en fin.
Por ejemplo, amaba a Bahía antes de conocerla, un amor inducido por las novelas sensuales firmadas por Jorge Amado. Con igual fuerza amaba a Madrid, antes de conocerla, un amor inducido por las novelas madrileñas del genial Pérez Galdós. Acaso, más que a Madrid, a las calles que se hacían camino en La de Bringas, en las Novelas de Torquemada, en Fortunata y Jacinta, en Miau, ese Madrid con la imagen de un decorado para zarzuela. Uno y otro colocan la ciudad en el centro mismo del conflicto novelesco hasta el extremo de que los avatares de los personajes no se pueden imaginar fuera de tales contextos. Una Bahía más parecida a çfrica que a América, puesta en evidencia por un Jorge Amado transeúnte de la magia. Una Madrid chismosilla y aldeana, puesta en evidencia por un Benito Pérez Galdós perpetuamente adosado a la realidad.
Si escribo sobre mi país, centro parte de mi obra en algunos extremos de su transcurso histórico; lo hago porque he querido, voluntariamente, emplearme como testigo. Ese punto de vista, ese flanco destinado al testimonio, que es siempre, a más de una interpretación, uno de los filtros del sujeto, ha llevado a que mi literatura, en varias ocasiones, se la presente como representativa de Puerto Rico, como embajatorial incluso, sin que yo haya prestado el consentimiento o dado el visto bueno.
Aclaro, la literatura representativa ocupa un lugar preponderante en mis afectos literarios. Y si procuro, con entusiasmo, la obra de Toni Morrison y Henry Louis Gates, de Naguib Mahfuz y Nadine Gordimer, de V.S. Naipul y John Updike, lo hago porque en ella se recuperan las tensas y problematizadas observaciones de ellos con sus respectivas tribus; tribus que, al fin y al cabo, son notas que hallan la melodía en el concierto de la gran tribu humana.
Escribo, también, para pulsar las incertidumbres de ese hombre cuya presencia en la tierra la reconoce el Registro Demográfico bajo dos apellidos y dos nombres, Luis Rafael Sánchez Ortiz, hijo de Luis Sánchez Cruz y çgueda Ortiz Tirado.
Cuando retomo los nombres de mis padres, retomo también, felizmente, la clase social de la que provengo, una clase social en que la única certidumbre era la pobreza. Entonces, sin que la afirmación se equivoque con los suspiros de la nostalgia, Puerto Rico era pobre de otra manera. Entonces, de la educación formal se encargaba la escuela y de la educación restante, la de la persona integral, la de la persona en su dimensión entera, se encargaba el hogar. Tres nortes guiaban aquella educación hogareña, tres nortes que podrían resumirse en tres letanías que se repetían sin ninguna provocación, porque, justamente, a la repetición se le atribuía el valor pedagógico: ``Pobre pero decente, pobre pero honrado, pobre pero limpio.'' Queda claro que la pobreza se aceptaba como un hecho al margen del juicio político, como un acontecimiento esencialmente inmodificable a no ser por la vía del trabajo arduo. De ahí la imperiosidad de la conjunción adversativa. La decencia, la honradez, la limpieza, tenidas por señas morales o por virtudes a ser desplegadas por los pobres en toda ocasión y todo espacio social, tanto el público como el privado, no admitían la transgresión. De los ricos no había por qué esperar que fueran decentes, honrados o limpios porque los ricos contaban entre sus lujos el vivir de espaldas a la opinión de la inmensa mayoría. Para eso, justamente, eran ricos. Para poder ser lo que les viniera en gana, como les viniera en gana, cuando les viniera en gana.
Esos códigos rígidos educaron a la inmensa mayoría del país puertorriqueño hasta antier. Después, cuando la pobreza empezó a apropiarse de los valores y los rencores de la clase media, cuando la pobreza a la antigua empezaron a difuminarla las hipotecas bancarias, cuando las inevitabilidades del progreso estallaron en la cara del país como una bomba de demoledora potencia, aquellos códigos rígidos dejaron de validarse; se hicieron, más que viejos, obsoletos. Hasta el extremo de que la pobreza desaseada se convirtió en otro posible disfraz de la burguesía- el mahón deshilachado pero de marca Levi's o el jean roto en las rodillas pero de marca Pepe. Hasta el extremo, incluso, de que la pobreza fue atendida como otra de las posibilidades de la estética.
Sin que deba tomarse como un dogma, bien se puede decir que en toda obra literaria hay biografía, que de manera ubicua o frontal, secundaria o principalmente, la persona del autor asoma. Y por persona decimos sus obsesiones, sus preocupaciones sociales, sus manías formales, las torsiones de su carácter.
Los puertorriqueños hemos tenido, como apeaderos notables de nuestra identidad colectiva, el son, el mestizaje y la errancia. La nuestra ha sido siempre una cultura preferentemente callejera, una cultura del vocerío y hasta de la estridencia. En ese sentido mi obra no quiere hacer otra cosa que biografiar, más que mi persona, mi país. Mas no el país plácido que halla su deformación en la postal que la promociona como un paraíso sin serpiente. El otro país me importa, el conflictivo, el caótico, el despedazado.
Mientras engarzo estas líneas que quiero que formulen, más que una disertación académica, una confesión de cara a la intransferible individualidad de cada uno de ustedes, me doy cuenta, en fin, de que escribo para confirmar la vida como un infinito tejido de bruscas y desapacibles textualidades. Un bardo ilustre, cuya poesía más acendrada se trasvasa en la forma popular del bolero, le da un aplauso al placer y al amor en uno de sus poemas más difundidos.
Para eso también escribo. Para aplaudir las grandes avenidas del placer, para hacerle terreno a las grandes ilusiones del amor, para validar las contradicciones en que se precisa, a cabalidad, lo humano. Un inmenso escritor búlgaro, Elias Canetti, decía ``Todo se nos puede perdonar menos el no atrevernos a ser felices.'' También para eso escribo, para atreverme a ser un poco feliz.
Conferencia leída en la Universidad de
Lima. Agradecemos el apoyo de Jorge Cornejo.