La Jornada Semanal, 5 de abril de 1998



DOMINGO BREVE


Juan Villoro



Control remoto

Desde que la televisión viene acompañada de control remoto, abundan los videopsicólogos dispuestos a comparar los catorce centímetros de botoncitos con el pene en erección. Estamos ante un doméstico talismán del orgullo y las inseguridades masculinas. En Poderosa Afrodita, Woody Allen le explica a su hijo en qué consiste ser jefe de la casa: ``tu mamá da las órdenes y yo me quedo con el control remoto''.

¿Qué sucedería si el aparato no tuviera forma fálica? ¿Lo codiciaríamos con idéntica pasión? ¿Nuestro íntimo deseo es ser tiranos de las imágenes o simplemente evitar que el competente miembro de silicón caiga en otras manos?

Hoy en día, el rey del hogar es un zombie en pantuflas que cada tantos segundos busca un nuevo canal para evadirse. Cuando alcanza un estado próximo a la catatonia, su mujer interviene en voz baja: ``¿por qué estamos viendo esto?''. El tripulante de la mediósfera vuelve en sí y advierte que lleva veinte minutos ante una competencia de perros que esquían sin que eso le produzca, no digamos placer, sino siquiera el deseo de averiguar de qué raza son. Un dedo entrenado a salir de apuros pulsa el botón correcto. Cambio de canal: unos cuantos segundos de sopa en ebullición, rubias imposibles o goles repetidos. El videoadicto continúa su errancia por el catálogo de la banalidad y comprueba que Bruce Springsteen tuvo razón al cantar: ``57 canales y nada que ver''. Luego, su compañera dice: ``¿No le bajas, chatito?'', que es como se dan las buenas noches en la aldea global.

Desde que disponemos del zapping, la televisión se transformó en un videojuego donde seguimos peripecias inconexas. El hilo argumental sólo existe cuando un programa se ve completo, algo cada vez más raro, pues el umbral de atención se ha reducido ante la palpitante sospecha de que lo importante ocurre en el canal donde no estamos y al que llegaremos demasiado tarde. Por otra parte, numerosos programas se estructuran como una sucesión de videoclips para que el impaciente espectador sienta que ve distintos canales. En el mundo donde crece la oveja Dolly, una escena de dos minutos parece tan larga como la entrega de los îscares. El sentido primordial del zapping es el descarte, la capacidad de sustituir una imagen insulsa por otra insulsa.

Las repercusiones culturales de esta situación ya se empiezan a sentir, y no sería raro que al fino éter de la academia norteamericana (donde las novelas no son literatura sino cajas negras que guardan las últimas palabras del rencor social, la desigualdad sexual o la subyugación étnica) aparecieran espesas investigaciones sobre los precursores del zapping viril. En la literatura, el candidato con más testosterona para apadrinar esta corriente es, por supuesto, the hairy one, como lo llamó Truman Capote: Ernest Hemingway, quien no escribió una frase que se abotonara del lado equivocado y sólo dejó párrafos de pelo en pecho. Curiosamente, Hemingway logró cuentos maestros donde el montaje y la yuxtaposición de escenas superobjetivas -la fría mirada de una cámara- prefiguran nada menos que el zapping. En un futuro ocioso, habrá tesis con el lírico título de ``Ernest Hemingway: Castración y envidia del pene en Pamplona''. Sin embargo, como no todo mundo puede sublimar complejos escribiendo, hacen falta otros remedios.

Sería aventurado decir que las mujeres son indiferentes al bastón de mando que enciende la tele y apaga a sus maridos. Es cierto que en muchas ocasiones el letargo televisivo resulta preferible a que los hombres expresen con franqueza y entusiasmo las horrendas cosas que tienen que decir. De cualquier modo, su reducción en plastas dudosamente matrimoniales deja bastante que desear. Con sana indiferencia o con sincera compasión, las mujeres contemplan la deshumanización del hombre en piyama. Aunque una teórica aguerrida ha propuesto el ``control alterno'', que permita a la mujer cambiar desde la otra almohada las decisiones del marido, se antoja que la solución al conflicto no puede pasar por una guerrilla de zapping. Ha llegado la hora de idear una terapia de alto rating que nos reconcilie con nuestros penes primigenios.

Como primer saldo, la lucha contra el telemachismo provocará un necesario síndrome de abstinencia. Ante sus numerosas frustraciones, el hombre moverá los dedos como camarón contra la corriente o frotará sus llaves con furor braille. Despojado del control remoto, buscará cambiarle de canal a la vida. No es un mal principio.