La cabina del conductor resulta más grande de lo que Velasco esperaba. De los rincones brotan pequeñas luces que dan un aspecto de pátina áurea a las cosas, los instrumentos, las manivelas, las cortinillas rojas.
Es el primer recinto acogedor que encuentra en el tren. Corresponde al único personaje que verdaderamente vive allí. La locomotora hasta nombre ha de tener. De mujer, seguro. La China. ¿En algún lado leyó La China?
Al fondo, enmarcado por la luz del faro a través del parabrisas, un señor de edad y talla grandes gira y exclama:
-Epa.
Velasco se aproxima, ¿suplicante?, y dice:
-Señor.
El otro, en su sobresalto, se incorpora con una segunda exclamación:
-Señor.
Se miran, separados por unos cuantos metros de pasillo, a la luz del oro decaído que priva en sus contornos. El maquinista titubea ante el intruso, en el lamentable estado que ya le conocemos, hecho de arena, sudor, sangre, costras y ahora grasa negra. Pero blande el gancho:
-¿Qué quiere, señor? -pregunta el maquinista.
De pronto, Velasco se sorprende. Nadie le ha preguntado hasta ahora qué quiere. De momento, no articula respuesta. Como si fueran oportunas las amabilidades y filosofías, hora de preguntarse ¿qué quiero yo? u ociosidades parecidas.
Del fondo de una animalidad que parece gobernarlo, Velasco articula una palabra que lo regresa a la infancia. Carraspea en un ahogo:
-Agua. Agua.
Y agita la mano libre, apurando al otro, que sin querer clava la vista en un botellón a medio camino entre ellos, sostenido en un corset de hierro, y enseguida clava Velasco la suya y da un paso al frente. El otro también. Esa coincidencia en su decisión los frena. Miden la situación. De momento, el maquinista trae las manos vacías. El segundo paso ya sólo lo da Velasco. Y los necesarios para llegar al botellón. Sin quitar los ojos del maquinista, que hace lo propio, Velasco levanta el botellón a medias y lo precipita en su boca. La mitad le escurre la barbilla, le moja el pecho, gotea el piso.
Esponja que fuera. Le urgía; glub-glub, tragan él y su caricatura. En tanto, el maquinista retrocede a los controles y jala una manivela. Zumba una turbina, aúlla luego. La locomotora se agita, pierde velocidad, hace perder pie a Velasco, quien viendo que el botellón caerá con él, prefiere arrojarlo al otro, con la suficiente puntería de alcanzarle la cadera.
Un estallido de vidrios. Un ay opaco. Un rodar en charcos: de agua Velasco; de sangre, su propia sangre, el maquinista.
Pero ¿por qué así? Si lo único que quería Velasco al subirse al tren era un aventón. ¿Qué lo enemista con el señor de la locomotora? Velasco no tiene que ver con ni contra los traficantes de lo que fuera que venían atrás. Pero el maquinista, o es parte de ellos, o como sea algo trama para someter a Velasco, quien, ni modo, está determinado a no dejarse. Sí ya llegó hasta aquí. ¿Será que así es la vida?
De modo que se arroja sobre el conductor y lo apabulla contra los vidrios, y todavía le suelta un par de convincentes puñetazos en el rostro y otro más en el abdomen, que como por ensalmo lo ablandan.
Aunque ya aprendió a no confiarse, y miren que tardó, Velasco descubre que va ganando. Vaya. Se saca el cinturón y le ata por atrás las muñecas al maquinista hecho un cristo, lo levanta con grandes trabajos, pues pesa, pesa el condenado. Lo saca de ahí, lo tumba en el pasillo y con una cadena providencial que de hecho se enreda primero en los pies de Velasco y lo hace perder el equilibrio, éste termina de inmovilizar al otro que gime, negándose a reconocer que está vencido. La locomotora, sola, sigue a través de la noche absoluta y ya se ven otra vez los rieles. Quedó atrás el manto del desierto crecido. Velasco nada sabe de máquinas y se descubre a bordo de muchos desbocados caballos de fuerza.
Llegó el momento de hacer hablar al maquinista, quien quizás coopere porque en ello le va la vida. A él también.
-Oiga -dice Velasco-, ¿cómo se frena esta chingadera.
Que para qué quiere frenar la locomotora. Que por si se le antoja bajarse en alguna parte. Que qué le hace creer que podrá. Que no sabe, pero qué tal si le dan ganas, y por cierto, a dónde iba este tren. Que a dónde va. A dónde va. Al puerto, directo, sin escalas en la estación del centro, hasta la dársena.
A Velasco esta información no le sirve. Más o menos la suponía. Y le insiste al maquinista que cómo se hace, y este ve que no le queda de otra y da la explicación. Velasco le hace al entendido, ajá, esta palanca y el pedal acá, ¿y luego?, jalo la cadenita para avisar y subo este botón. ¿Es todo? Es todo.
Como quiera, Velasco no frena. Prefigura un plan, el primero desde que salió del nido de las serpientes, a saber hace cuántos kilómetros y golpes. Si él todo lo que quería era desafanar, ¿por qué el rosario de rudezas? No me vuelvo a quedar dormido esperando el tren normal, se jura mentalmente.
Un trozo de bolillo casi completo brincotea en la charola del tablero, al lado de las velocidades. Cogerlo y morderlo son uno en el arrebato de Velasco. Se sorprende de encontrarlo dulzón. En su paladar hecho estropajo, un regusto de bizcocho surte el efecto de un suero glucosado.
Y entonces recuerda que tiene ganas de orinar.