Las ideas sobre manipulación -no necesariamente genética- de las personas no son nuevas; la literatura universal no me dejará mentir: existen ejemplos clásicos de pretensiones para lograr el control de la vida humana, tales como La isla del doctor Moreau, de H.G. Wells, o Frankenstein, de Mary Shelley. En ambos casos, el interés científico por descubrir (y dominar) los procesos generadores de la vida y la muerte, así como los secretos íntimos de la esencia humana, son el leit motiv.
Una variación contemporánea del mismo tema lo constituye la película llamada Gattaca, sólo que en ella el quid ético-científico gira en torno de la selección y determinación genética de los individuos, con todas las consecuencias socioculturales que de modo ficticio se presentan. En este punto, la ciencia ficción no ha hecho más que recoger los últimos datos públicos de la investigación formal, para presentarlos de un modo quasi apocalíptico. No se trata aquí de hacer crítica cinematográfica, aunque lo dicho sirve de base para describir el fenómeno mundial que se ha desatado a partir de la publicación (usando el término en el sentido de hacer público, independientemente de los medios utilizados) de los resultados de los experimentos realizados por el doctor Ian Wilmut, del Instituto Roslin de Escocia: la clonación de la oveja Dolly provocó un sentimiento generalizado de inseguridad (que ha abarcado amplios sectores, tanto gubernamentales como de la sociedad civil, incluyendo desde luego a las iglesias y a movimientos de derechas e izquierdas) respecto del futuro de la integridad y dignidad humanas en la investigación biomédica y sus aplicaciones.
Lo cierto es que tales resultados no son aislados en la materia (baste recordar los experimentos -a mediados de los años 70- del doctor Gurdon en ranas), hecho que permite valorar negativamente el papel de los medios de difusión, pues sólo han exacerbado los alcances nocivos del asunto en detrimento de sus virtudes, generando en la opinión pública una visión parcial del problema.
Curiosamente, la preocupación científica y humanística en torno al manejo digno del material genético humano es un tópico que cuenta ya con algunos años de trabajo, es decir, no necesitó un despliegue periodístico masivo como el del caso Dolly para iniciarse. Por un lado, legislaciones extranjeras -como el Código Penal español- han incorporado sanciones para algunas prácticas consideradas contrarias a los derechos fundamentales; por el otro, la comunidad internacional, a través de la UNESCO, ha redactado la Declaración Universal sobre el Genoma y sobre los Derechos Humanos, documento que es resultado de varios años de estudio y dedicación (internacional y plural) muy anteriores -se insiste- a todo el estropicio ovino.
Justamente, en ese documento quisiera detenerme un momento para desarrollar algunos de sus contenidos. La declaración fue aprobada unánimemente por la Conferencia General de la UNESCO en el periodo reciente del 21 de octubre al 12 de noviembre de 1997, a partir del texto elaborado por el Comité Internacional de Bioética (IBC en sus siglas inglesas, es decir, International Bioethics Committee) y tras cuatro años de investigación y consultas. Consta de 25 artículos distribuidos en siete secciones, de entre los cuales se desprenden tres principios rectores: a) el genoma humano es parte de la herencia de la humanidad, b) respeto a los derechos y dignidad de la persona humana, independientemente de sus características genéticas, y c) rechazo al determinismo genético.
A partir de esos tópicos se desarrollan varias conclusiones que revisten especial interés para la investigación científica, el orden jurídico y las relaciones internacionales:
1. Para quienes sufren el pánico clónico, habrá que mencionar que la declaración, en su artículo 11, prohíbe tajantemente la clonación humana por considerarla una práctica contraria a la dignidad de la especie. Sin embargo, también debe decirse que una cosa es prohibir una práctica y otra que los Estados, y sobre todo las empresas privadas (aquellas con infraestructura suficiente para realizar tales investigaciones), se ajusten a la prohibición. Este es el verdadero problema.
2. La declaración establece lo que bien podría llamarse principio de sumisión de la investigación científica a la dignidad y derechos de la persona humana. El artículo 10 estatuye que, en torno al genoma humano, la dignidad y los derechos y las libertades fundamentales del hombre deben prevalecer sobre las investigaciones y sus aplicaciones en los campos de la biología, la medicina y la genética.
3. En el artículo 6 de la declaración se proscribe la discriminación basada en las características genéticas. Los alcances de la norma abarcan no sólo las prácticas del burdo racismo histórico -dado por razones cromáticas-, sino que también incide en la prohibición de formas de selectividad puramente genéticas, tales como las que Hollywood nos ha presentado como futuros posibles.
4. De aquí en adelante, y para todos los casos en que una persona sea sometida a investigaciones o tratamientos que afecten su material genético, debe obtenerse el previo e informado consentimiento; asimismo, toda persona gozará del derecho de decidir sobre conocer o no el resultado de cualquier estudio genético (artículo 5). Del mismo modo, todos los datos e información genética de personas identificables, almacenados o procesados para fines científicos, están sujetos al principio de confidencialidad (artículo 7).
Esas son algunas de las decisiones que la declaración (http://www.unesco.org/ibc) recoge en torno del genoma humano. Empero, si bien pareciera resuelto el problema del inminente abuso de los descubrimientos y procesos genéticos en contra de la humanidad por la humanidad, ello es sólo aparente pues, como ya se dijo, la cuestión no radica tanto en la creación de normas internacionales y nacionales que les pongan coto, sino en la efectiva voluntad de la comunidad científica y de los Estados para evitar que las ciencias -y sobre todo las médicas- vuelquen su desarrollo en contra de lo hasta ahora logrado. De darse efectivamente, no sería un problema jurídico ni político, tampoco científico propiamente. Se trataría de una cuestión que hunde sus raíces -como otros grandes entuertos históricos- en la complicada naturaleza humana.