Fernando Benítez
Semana ¿Santa?
Ayer por la noche vi desfilar por la televisión las tradicionales procesiones de Semana Santa en Sevilla, con sus penitentes ensangrentados, sus cánticos y sus rezos. Año con año, en esa ciudad, más de 25 mil personas se caracterizan para conmemorar la pasión de Cristo, en un despliegue de sacrificios, mortificaciones y penitencias.
Al terminar el programa, en un noticiario, observé un tipo de procesión o peregrinación totalmente distinta: millares de paseantes, a bordo de sus automóviles, desfilaban en las carreteras con destino al mar o algún otro lugar de recreo. Centenares de hombres y mujeres, jóvenes o viejos, recostados en las arenas de la playa, nadando en las tibias albercas, disfrutando una bebida bajo los vistosos parasoles de colores o los más sencillos de palma.
Luego de ver este espectáculo, me pregunto: ¿qué le queda de Semana Santa a esta semana?
Para algunos, la Semana Santa es la Semana Mayor, por conmemorarse la muerte y resurrección del hijo de Dios. Para otros es la semana mayor porque es la semana de vacaciones más larga del año: comienza el Viernes de Dolores, le sigue el Domingo de Ramos y continúa toda la semana. De un lado, ritos suntuosos que envuelven en oro, seda y poesía la humildad y la pasión de Cristo. Y por el otro, paseantes a los que no parece importarles una pizca la redención del hombre.
En nuestras sociedades secularizadas, pero de fuerte tradición católica, los más han cambiado el sayal por los trajes de baño, la devoción por la alegría, el baile por la oración. Para ellos, han enmudecido las campanas y se apagan las salmodias corales. Para otros, en cambio, los que año tras año rememoran esta historia trágica --que tiene happy end--, la emoción llega hasta las lágrimas.
Las rescenificaciones de la pasión de Cristo, que aún se realizan en algunos lugares de España, restos de antiguos autos o misterios medievales, configuran una tradición familiar que se transmite por generaciones (como ocurre en el Vía Crucis de Iztapalapa o con los ``concheros'' mexicanos que bailan ante la virgen de Guadalupe y el Señor de Chalma). Las cofradías procesionales en España circulan lentamente por las estrechas callejuelas, en cuyas encrucijadas suenan a intervalos el canto de la saeta, cante jondo religioso, que entonan con agudas voces los espontáneos espectadores.
En verdad resulta un espectáculo muy extraño. Las ciudades se paralizan. Las individualidades desaparecen. Todas las clases sociales se mezclan por varias horas. Y hasta se dice que varios ateos, con el disfraz del anonimato, se suman a la procesión. ¿Se trata de un simple cuadro teatral? ¿O de una sincera expresión de religiosidad popular? Difícil saberlo con precisión.
Lo cierto es que se necesita un espíritu de sacrificio --por lo menos una vez al año-- para que el penitente realice un recorrido de nueve horas o más, con una asfixiante capucha en la cara y un cirio de cuatro kilos de peso en la mano.
El cofrade entra en su templo guardando en la fila el mismo puesto en que salió, obedeciendo, a veces, la regla de silencio absoluto. Pero al lado de estas procesiones se ha formado una leyenda negra creada, en parte, por la decadencia espiritual innegable que en el pasado siglo afectó a las cofradías, y en parte por la masa de espectadores llegados de todas partes del mundo, la mayoría faltos de fe y casi todos animados de un espíritu festivo o de verbena.
Basta como ejemplo un curioso episodio que recoge en su Floresta Francisco Asencio, citado por el crítico español Miguel Herrero:
``Llegó el arriero al mesón de un lugar, oyendo alabar lo bien que se habían disciplinado en él los Hermanos de la Cofradía, pidió a la huéspeda unas enaguas, y habiéndose hecho la llaga, salió a las calles dañándose con crueles azotes que la gente, compadecida, se llegó a él diciéndole: `Hermano, con más piedad, que Dios no quiere que nos matemos', y el arriero, muy enfadado, respondió: Señores, quítense de delante, que esto no lo hago ni por Dios ni por el diablo, sino porque sepan en este lugar quién se las muella''.
Las procesiones en Samana Santa fluyen como un río. Pero en ellas van fuertemente amalgamados folclor, fanatismo, restos de paganismo, exaltación religiosa. Todo esto y más concurre cada año en este viejo rito de muerte y resurrección.