Golpes policiacos a reporteros en Iztapalapa
Elia Baltazar Ť En verdad os digo que el secretario de Seguridad Pública, Rodolfo Debernardi, llegó hasta la cima del Gólgota de Iztapalapa, donde un Cristo al punto del desmayo olvidó las últimas palabras: ``Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen''. Las mismas, quizá, que utilizaría el segundo superintendente, Pablo Jaime Mendoza, al rendir cuentas a su jefe por la actuación de sus policías. Pues mientras la fe movía a las masas, los toletes golpeaban a reporteros y fotógrafos.
El rigor de los centuriones romanos contra los nazarenos resucitó en el Cuerpo de Granaderos, que arremetió con saña contra la prensa, para que luego el jefe del sector 3 de Iztapalapa, cual Poncio Pilatos, lavara sus manos en el agua de la promesa: ``Los hechos se investigarán y castigaremos a los responsables''. La oferta la dobló el delegado, Elio Villaseñor, quien prometió al foto-rreportero de Novedades, Esteban López, el pago de su cámara. Más tarde visitaría al fotógrafo de Crónica, César Sánchez, en la Cruz Roja de Polanco, a donde fue enviado como Santo Cristo. Pero hubo más: Rodolfo Zepeda, de Unomásuno; Rocío Vázquez, de La Afición, y Angel Hernández, de Ovaciones, también fueron azotados con el látigo de la intransigencia policiaca.
Allí, en la Iztapalapa crucificada por la delincuencia y la impunidad, 2 mil 500 jóvenes nazarenos de pies descalzos caminaron sobre las brasas del asfalto, que incrustró en sus plantas vidrios y piedras. Porque la penitencia es el eje principal en el escenario de la fe.
A ellos se enfrentaron también los agrupamientos femeninos que les impidieron el paso al Jardín Cuitláhuac, para ordenarles llevar su cruz a otra parte. Total, qué importa cargar 90 kilos unos metros, después de recorrer más de 6 kilómetros. Y la intransigencia llevó al enfrentamiento entre pastores, organizadores y fuerza pública. No pasó a mayores.
Así, en medio del caos organizado por la vigilancia, transcurrió la Pasión de Iztapalapa, a la que acudieron, según cálculos de la delegación, más de 2 millones de personas, quienes aguantaron horas de retraso para ver pasar a Jesús hacia el Gólgota de oriente, donde hasta la madre de Cristo fue impedida de asistir a su hijo, ante la imposibilidad de acreditarse como tal ante las mujeres policías.
``¡No puede pasar, señora!'', estalló la voz de mando en el rostro de una María fuerte, alta, sorprendida por una mano que la detuvo. ``Pero si vengo acompañando a mi hijo'', dijo. ``No, no puede'', se le reiteró. ``Señorita, por favor, soy la madre de Cristo'', respondió. ``Qué, ¿trai algo que la identifique..?''. Por supuesto, la señora Sierra no cargaba su credencial de María. No bastaron las lágrimas y el angustiado rostro de María, la madre, que lloraba por el esfuerzo de su hijo, Jacobo Santillán Sierra, en sus últimos minutos como Jesús. La voluntad había cedido ante el cansancio y el ayuno de dos días. El Cristo Santillán se derrumbó antes de llegar a la primera caída, superó la segunda y en la tercera rompió hasta la cruz, que tuvo que ser repuesta.
Los centuriones iban a la avanzada, sobre los caballos prestados por la misma SSP, y alejaban a la gente del camino echando a la bestia por delante. Judas Ixcareote corría, entre la risa de los espectadores que luchaban por atrapar una de las treinta monedas de chocolate por las que fue vendido el Maestro. Las muchas Marías lloraban como Magdalenas, a veces con lágrimas de cocodrilo y otras de corazón.
A las 3:30 de la tarde, el Cristo de Iztapalapa aún no cumplía su destino. Y al pie de su cruz esperaba ya Debernardi, quien durante la mañana se elevó sobre el reino del crimen, en un helicóptero. A las cinco de la tarde todo había concluido y el Gólgota poco a poco comenzó a transformarse en el Cerro de la Estrella, que durante horas escondió su aridez, entre el púrpura y las cruces. Dimas y Gestas fueron testigos de que así ocurrió.