MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Una vez al año
Es la una de la tarde. Sentada frente a la mesa del comedor, Julia revisa el periódico. No lo disfruta, ni siquiera cuando recuerda las muchas ocasiones en que, a esa misma hora, habría dado cualquier cosa por unos minutos de descanso. Aceptar su incapacidad de goce agrava el sentimiento de culpa que ha estado punzándola a partir de que comenzaron las vacaciones.
Julia debería sentirse feliz: es la primera ocasión en el año que toda la familia tiene una semana libre. Sin embargo, y por más que se lo repite decenas de veces, no consigue alegrarse: desde el primer día de asueto vinieron a dar al traste con su organización doméstica y con su escasa privacidad cierta cosas; son pequeñeces, pero la irritan.
Por ejemplo, verse aturdida por el sonsonete de la televisión que Iván y Luis encienden a las ocho de la mañana y no apagan hasta la madrugada siguiente -Qué le hace que nos desvelemos si no tenemos que levantarnos para ir a la escuela-; la obligación de servirle a Ernesto comidas y botanas a deshora -Gordita; ¿qué crees? Se me antojaron unos huevos motuleños. ¿Me los preparas? Esa es mi vieja... pero les pones bastante chicharito-; tropezarse con juguetes y publicaciones deportivas abandonadas encima de los muebles por su marido y sus hijos. Los tres conciben las vacaciones como un lapso en el pueden permitírselo todo bajo el argumento de que ocurre sólo una vez al año. Y por eso, precisamente, Julia tiene que hacer comuniones espirituales y fungir disponibilidad absoluta, aunque a veces esté a punto de reventar.
Más allá de lo grata que pueda resultarle la compañía de los tres hombres de la casa, una de las experiencias más difíciles para Julia ha sido salir tarde al mercado con Iván, Luis y Ernesto. La compulsión de sus hijos por detenerse en todos los negocios donde hay chispas duplica el tiempo que ella destina habitualmente para las compras.
La demora ocasionada por el espíritu infantil de sus hijos ha resultado insignificante en comparación a la que se origina en el nuevo objetivo de Ernesto: corregir a su mujer y demostrarle que comparando precios y siendo malicioso pueden lograrse ahorros significativos en el gasto diario.
Decidido a darle a Julia una lección de economía doméstica, desde que llegan al mercado Ernesto va de un puesto a otro palpando, oliendo y probando frutas y verduras. Además hace preguntas a los comerciantes y les exige le pesen cuatro o cinco veces las mercancías pues -según declara a voz en cuello- No estoy dispuesto a pagar kilos de setecientos gramos.
La primera vez que Ernesto se permitió este curso práctico, de vuelta a casa Julia se atrevió a suplicarle que se mostrara un poco menos desconfiado con los que eran sus antiguos marchantes y en cierta forma también sus amigos. El gesto desconcertado de su esposo la obligó a ser más explícita: Mira tú volverás a tratarlos dentro de un año, pero yo seguiré viéndolos todos los días y no quiero que dejen de saludarme o me pongan mala cara. Ernesto quedó indefenso ante el argumento de su mujer y para desquitarse, se atrincheró en un silencio que hizo más incómodo el retorno a casa bajo el rayo del sol. En el tiempo que duró el trayecto Julia no pudo menos que confesarse: Si yo hubiera venido sola al mercado, como siempre, a estas horas ya estaría en la casa, preparando la comida y lista para recibir a mis hijos. Una terrible nostalgia de otros martes estuvo a punto de hacerla gemir.
El miércoles el menú fue otro motivo de contrariedad para Julia. Tenía planeado hacer ensalada de atún y pico de gallo, pero cuando pasaron frente a La Capitana, Ernesto recordó el arroz con garbanzos que le preparaba su madre. La evocación le humedeció los ojos y el antojo anegó sus palabras en mareas de saliva cuando le ordenó a su esposa que compraran los ingredientes para el platillo-símbolo-de-su-infancia. Fue inútil que Julia explicara con suavidad, deslizándose por las sílabas para que sus palabras no sonaran excesivamente rudas: Mi vida; ya es tarde. De aquí a que remojo los garbanzos vendremos comiendo a las cinco o seis. En vez de responder, Ernesto entró en La Capitana, ordenó un kilo de garbanzos, un cuarto de tocino y dos trozos de chorizo, pero buenos, grasositos.
Después, cuando llegaron a la casa y distribuyeron sobre la mesa las mercancías, Ernesto se acercó a Julia, le hizo un guiño y repitió la frase mágica: Híjole, ya sé que es una lata ponerte a cocinar garbanzos a estas horas. Pero piensa que es sólo una vez al año. Julia inclinó la cabeza, más que enternecida, avergonzada de sus secretas contrariedades. Y para no caer en la tentación de experimentarlas otra vez se repitió. Es una vez al año. ¿Qué me cuesta darle gusto? Los garbanzos cayeron en la olla de aluminio con la furia de una granizada.
Eso fue anteayer. Hoy, mientras hojea desganada el periódico en espera de que su marido termine de bañarse. -A la una de la tarde, ¡santo cielo!- Julia escucha en su interior las palabras que Ernesto esgrime, como si fuesen una llave mágica, siempre que desea conseguir algo: Es sólo una vez al año. Mirando la situación desde esa perspectiva, reconoce que es justo permitirles a sus hijos mantener encendida la tele todo el día y complacer a Ernesto en los mayores y en los mínimos caprichos. Por ejemplo: a las diez de la mañana tuvo otro antojo y para satisfacerlo le sugirió a su mujer: Diles a los niños que vayan a jugar chispas a la papelería para que así tu y yo podamos quedarnos solos. El tono y la mirada de Ernesto eran más que indicadores de su anhelo, pero aun así, él insistió en que su esposa mirara el regalito oculto bajo las sábanas.
Antes de entregarles el dinero para que se fueran a los videojuegos, Julia les aclaró que les permitiría el gasto extra sólo una vez al año, les dio la bendición y les dijo que iba a mantener cerrada la puerta para evitar que se metiera el calor en la casa. Al oírla Iván y Luis se le quedaron mirando con burla. Julia la hizo desaparecer con una frase vengativa: Regresando se ponen a levantar el cochinero que tienen en su cuarto y me barren la azotea.
Ernesto la esperaba en el cuarto. Ella avanzó hacia él con actitud estoica, en el fondo orgullosa de saber que estaba haciendo algo más para complacer a su marido; pero en cuanto sintió junto al suyo el cuerpo desnudo de Ernesto, la asaltó el temor de que a sus hijos pudiera ocurrirles un accidente mientras ella permanecía allí.
El temor la hizo estremecerse. Ernesto anotó el hecho a su favor y de pronto, dueño de una elocuencia poco usual, se puso a recordarle a su mujer los primeros tiempos de su matrimonio, cuando tenían todo el espacio y el tiempo para entregarse uno al otro. No tardan en volver tus hijos, murmuró ella, decidida a acelerar aquel encuentro matutino antes de que también se le fueran los repartidores del gas y la marchanta que vende tortillas de puerta en puerta.
Julia está recapitulando lo sucedido en la mañana cuando aparece Ernesto envuelto en una toalla de la cintura para abajo y escurriendo agua: Chaparra, hoy no cocinas. Quiero que vayamos con los niños a un restorán. Hace días que traigo ganas de mariscos. Julia le recuerda que Iván y Luis tienen un apetito insaciable, que quizá sería más prudente invitarles pizzas o hamburguesas: Con eso estarán felices y nos saldrá más barato el chistecito. Ernesto se vuelve a su mujer y sonriendo vuelve a pronunciar la frase mágica: No. Vamos a un restorán y que cada quien pida lo que quiera. Total, es sólo una vez al año. Piensa que el lunes, aunque quiera invitarlos, no podré hacerlo porque estaré chambeando.
Las palabras de Ernesto le recuerdan a Julia que pronto terminarán las vacaciones. Entonces ella volverá a reinar en su imperio y a sumirse en una rutina que suspenderá varias veces al día para decirse cuánto ama a Luis, a Iván y a Ernesto.