La Jornada Semanal, 12 de abril de 1998
Diferencias reunidas*
Durante muchos años se supuso que a las mujeres artistas les correspondía esforzarse por que su obra, de manera directa o parabólica, ayudara a fomentar la igualdad entre el hombre y la mujer; aprovechar su situación, de hecho privilegiada, para ayudar a la total incorporación de la mujer al desarrollo general. De hacerlo así, se suponía, estarían con sus obras señalando la responsabilidad y el papel que la mujer ha tenido y tiene en todos los órdenes de la vida: el económico, el social y el cultural. El arte de las mujeres debía aportar lo suyo para ayudar a resolver los múltiples problemas que afectan a sus congéneres y fomentar mejores relaciones entre los individuos y los pueblos. Si bien el arte es un excelente instrumento para acelerar procesos igualitarios y de desarrollo, difícilmente su eficacia es fruto de proyectos y programas lineales, ni en las expresiones estéticas de las mujeres debe plantearse como determinación la militancia feminista.
Pero si de superación de limitaciones se habla, cabe señalar que en México, mucho más que en otros países, las artistas plásticas han logrado una muy amplia cuan diversa participación profesional. Hay que saludar esta presencia ascendente en número y calidad, pues hasta la primera mitad del siglo XX el arte era un terreno mayoritariamente servido por varones. (Entre las excepciones hay que recordar a Lola Velázquez Cueto, María Izquierdo, Frida Kahlo, Aurora Reyes, Isabel Villaseñor...) Ese largo rezago, con su secuela de prejuicios y discriminación, obliga a seguir desentrañando una concepción no androcéntrica del sistema de percepciones y de la producción estética, sin olvidar que tales prejuicios se han concretado a veces en conceptos grotescos y hasta brutales en la intención desvalorizante.
Dentro del proceso revalorizador, un primer paso dado por la historia y la crítica de arte consistió en detectar en las obras de autor aquellas producidas por mujeres, aunque cada vez fue mayor, a partir de los años sesenta, el número de artistas dedicadas con audacia y fuerza a inventar imágenes referidas a las deformaciones en conducta y espíritu producidas por una secular y difícilmente superada represión. Por medio de pinturas, dibujos, montajes, esculturas, performances, fotografías... fueron asumiendo una de las cuestiones candentes de la época: la dignificación existencial de la mujer. Con rebeldía no exenta de espíritu crítico, se abordaron asuntos como las relaciones de pareja, la mujer-objeto, la mujer hiperconsumidora en la sociedad consumista, el estrecho concepto de feminidad impuesto a las mujeres por el sexismo, la confrontación consigo misma y sus congéneres de cualquier clase u oficio, y sobre todo con su tiempo, aunque resultara muy doloroso romper el círculo encantador de la conformidad con lo establecido.
Extemporáneo y mórbido resultaría un voluntario empeño de segregación y autoconfinamiento en una especie de gineceo estético, más aún si se toma en cuenta que las creaciones artísticas, en nuestros días, entran a la corriente cultural por los mismos canales que las realizadas por los hombres, sin que tengan menos pretensiones profesionales, menos responsabilidad o menores ambiciones.
La búsqueda de lo femenino hace mucho que ha superado una candorosa clasificación por géneros. Pero se ha extendido más y más la necesidad de asomarse por diversos caminos a su especificidad, sin renunciar en sus propuestas a las riquezas propias de lo filosófico, lo histórico, lo estético y aun lo político, para trabajar en pro de un cambio de conciencia tanto en los hombres como en las mujeres. Al fin de cuentas el arte también puede ser un laboratorio para reciclar actitudes, para ayudar a negar la neutralidad de la línea o de la mancha, y proclamar que frecuentemente el sujeto femenino imprime un carácter peculiar a las imágenes, aunque la certeza en cuanto al género no es detectable tan fácilmente en las abstracciones, en la gestualidad, en los constructivismos o los geometrismos. No siempre en trabajos con amplio dominio de la técnica, con evidente efectividad artística, sensibles y profesionales, puede apreciarse una voluntaria feminización de las imágenes.
El hecho mismo de reunir, con obra variada y de calidad, a cuatro mujeres, hará que el público se pregunte si lo que está viendo es arte femenino o feminista. Esta oferta visual está lo suficientemente saturada como para que la gente especule sobre el tema de manera nada superficial y amplíe una visión más gobal, aunque no definitiva, sobre una identidad peculiar o específica, sobre una apreciación justa o correcta del arte hecho por mujeres, en el que a veces, no siempre, saltan a primer plano cuestiones del espíritu, el cuerpo y el ser femeninos, aunque quizás esta vez habrá de preponderar la percepción de la pluralidad lingüística y la diversidad de recursos formales, fuente de riquezas inagotables para precisar un estilo. Aquí la materia artística está puesta, de hecho, al servicio de una confrontación, en la cual lo que resalta son las oposiciones, pues se trata de cuatro artistas inconfundibles en su individualidad, con tendencias, géneros y materiales muy diferentes. Ellas ofrecen lenguajes personales a partir de una clara conciencia plástica contemporánea y distintos fundamentos estéticos.
Aunque iconológicamente no son autorretratos convencionales, la combinación de símbolos expresos o subyacentes, los elementos formales, el uso específico de las materias primas, la manera de expulsar la subjetividad desde esas zonas oscuras del alma que todo artista filtra en su quehacer, estas piezas pueden también ser leídas como autorretratos; esta interpretación puede llevar al desentrañamiento de los compromisos éticos asumidos por cada una de las cuatro consigo mismas, con ese yo aislado y vuelto sobre sí. Recordemos que José Luis Cuevas se consideró autorretratado en su electrocardiograma; lo legitimaba no sólo el arte conceptual sino lo inigualable de sus pulsaciones. Inigualables son los caminos transitados por estas artistas; reunirlas permite subrayar de manera concreta y contundente sus diferencias.
Con estudios perfectamente académicos y disciplinadamente regulares, Claudia Fernández hizo sentir su presencia en el medio artístico mexicano cuando se decidió por un feminismo crítico de estilo pop, que se inició en el plano para pasar luego al arte-objeto, el accionismo y la instalación.
Es posible que haya partido de un planteamiento básico sobre los componentes del pop art: objetos ordinarios y vulgares de uso popular masivo, cotidiano y generalizado; entrar en la dimensión crítica con buen humor e ironía; vigilar la limpieza de un lenguaje plástico directo, de lapidaria simplicidad; no olvidar la trivialidad de los objetos utilitarios; tratar de captar la atención del espectador en su primer golpe de vista; concentrar el tema en su actualidad y explotarlo en todas sus posibilidades.
Encontró el objeto ordinario en las vasijas y cubiertos de peltre, infaltables en los hogares humildes de México; la irónica dimensión crítica se la dio una relectura del feminismo. Desde 1996 viene desarrollando (explotando) el tema de Los alimentos, dominado cromáticamente por el azul del peltre de pintitas blancas.
En la obra más temprana -la pintura en cuatro módulos con cucharas superpuestas, de 1996- aparecen todos los factores que después irán madurando al pasar pruebas de formato, técnica y género: el cuerpo femenino como objeto y el objeto cotidiano como cuerpo; la relación de pareja y las manos significando la indecisión de la mujer entre destino prefigurado en el ámbito doméstico o... ¿qué?
El personaje de Claudia interpretado por Claudia no se rebela contra la domesticación sino que decide llevarla consigo: se viste de peltre a costa de su condición humana, que se empequeñece a medida que aumenta el poder impositivo de las cosas. Como la cucaracha kafkiana, la cuchara de peltre creció y creció. La secuencia de Claudia cargando la tremenda cuchara revela su desconcierto al constatar el fracaso de aquella infausta determinación de extrapolar la domesticidad.
Encarrerada en la dinámica de ampliar los asentamientos y valores de lo hogareño, incluidas las vestimentas, Claudia Fernández se hizo representar por zapatos de ella y de seres allegados para una confrontación entre lo monumental y ese adminículo que nos ayuda a plantar los pies en la tierra. Llevó la colección de calzados disfrazados de peltre hasta Teotihuacán y allí los instaló para tomarles una fotografía todo lo distorsionada que se pudiera para igualar en lo posible la base de la pirámide y la superficie de asentamiento del calzado. La confrontación entre la pirámide y los adminículos personalísimos dio por resultado una arqueología utópica. Los vestigios de futuras excavaciones (metafóricamente hablando) darán la real dimensión física de nuestra presente individualidad en el contexto del núcleo familiar.
Los zapatos, retrato transferido de Claudia Fernández, se volvieron nómadas. Compararon su belleza blanquiazul con el blanquiazul florido de unos azulejos de Talavera; aceptaron su gregaria pequeñez frente a la cuchara monumentalizada porque, si de alimentos se trata, la cuchara desempeña una función intransferible. Por ver si experimentalmente pasaban el examen, los puso junto a las charolas en una panadería o entre utensilios en la mesa tendida.
Las tribulaciones tuvieron un final tan feliz como surrealista y denso en su significación poética: el instrumento que sirve para llevar los alimentos a la boca, para revolver la olla o la taza, para tomar los jarabes, puede también acunar el fruto de nuestro vientre. Reafirmación feminista, porque esta última frase no puede ser pronunciada por los hombres.
Rocío Maldonado es una dibujante posmoderna ligada, desde esta perspectiva, al neoclasicismo y al naturalismo. Ella contó entre sus maestros a dibujantes tan notables como Luis Nizhizawa y Gilberto Aceves Navarro, pero difirió del neoexpresionismo practicado por sus mentores y se orientó, sobre todo, hacia los fundamentos del neoclasicismo, conceptuado por ella en parámetros ortodoxos, o sea, inspirándose en la antigüedad clásica, sin caer por ello en la grecomanía que pusieron de moda en Europa Central los primeros románticos. Ella adopta una posición ambigua ante la revisión de lo clásico. Nunca es realista, pero siempre es figurativa. Considera plantas y seres humanos como incógnitas por desentrañar. Si bien acude al signo natural, su finalidad no consiste en deslumbrar con la semejanza sino en descubrir ciertas minucias del soporte físico de los seres (humanos o vegetales) que crecen, se desarrollan y fenecen. Ella vuelve a descubrirlo, lo escudriña, lo recompone, reproduce su semejanza, se esfuerza por dar la similitud sin abusar de los volúmenes, y en este proceso compromete, como es evidente, su emoción.
En el proceso histórico del arte, el neoclasicismo surgió a mediados del siglo XVII con la idea de recuperar formas y valores estéticos contenidos en las culturas griega y romana; estuvo vigente durante el siglo XVIII y su cultivo se extendió hasta comienzos del siglo XIX. Mas el neoclasicismo no permaneció como algo estático; cada periodo, cada época, cada pueblo, cada comunidad le fue otorgando conformaciones diferentes, de modo que no hay un neoclasicismo sino diferentes neoclasicismos, cuyo número aumenta hoy con las concepciones estéticas posmodernas.
Rocío Maldonado no acude al neoclasicismo para rendirle culto. Más que restablecer sus atributos admirativamente, prefiere deducirlos analíticamente, y lo hace a través de un género que se presta a ello: el dibujo, practicado por ella con gran delicadeza en el oficio, a la vez que lo enriquece con un impulso poético meditativo. Líneas muy tenues y claras alternan con otras cubiertas con velos de carboncillo, artificio que puede interpretarse como una negación de ciertas apropiaciones que se multiplican dinámicamente. Entonces no se trataría de efectos meramente técnicos, sino de expresiones de su conflicto estético al confrontarse con la antigüedad como paradigma.
Su revisión posmoderna ha llevado a Rocío Maldonado a tomar como ejemplo aquellas copias fieles del natural que se hicieron hace 25 o 27 siglos, pero evitando cualquier grandilocuencia monumental y acentuando, por lo mismo, los aspectos de su propia indagación. Otros artistas rondan hoy al neoclasicismo tratando de repetir módulos de belleza. No es el caso de Maldonado; ella se ha decidido por pictodibujos (o pintura incolora) que le impiden lujos visuales y le ayudan en la búsqueda de una deseada y aun ruda austeridad. En su figuración quedan fijados ciertos ecos arcaicos. Su manera nunca se ve traicionada por el deseo de presumir con el oficio. Con soltura aborda tamaños mayores, así como la combinación de las partes en tableros ajedrezados.
Los dibujos de desnudos y cabezas de seres humanos, así como los de plantas, hacen suponer que fueron realizados con modelo para así experimentar, por medio de los sentidos, la capacidad de imitación. Con esta práctica Rocío Maldonado recupera del clasicismo helénico el desarrollo naturalista, producto de una mirada atenta que organiza en la síntesis de lo artístico la percepción objetiva. Las composiciones de los pictodibujos, en su conjunto, demuestran la manera como la artista se propone o desea compartir el añejo anhelo de identificación de lo visible a través de la percepción.
Para situarse en el tiempo, la urbe, los habitantes y la naturaleza finisecular, Patricia Soriano acude estilísticamente al expresionismo, la nueva objetividad, el realismo transvanguardista y el nihilismo posmoderno, sin que falten las exaltaciones románticas. La suma da por resultado un nuevo realismo crítico, más ríspido que satírico. Ella proviene de la rebelión posabstracta que hizo una agitada revisión del romanticismo y del surrealismo para fustigar las convenciones íntimas y públicas de una sociedad dominante parapetada en la hipocresía.
Cuando Patricia Soriano inició su trayectoria profesional como pintora, las tendencias críticas del nuevo expresionismo florecían en muchos países con una pluralidad tal, que cada artista aportaba tanto recursos formales como lingüísticos, dentro de atmósferas casi siempre densas y sistemas de símbolos enigmáticos. Pronto, ella se afilió a las narrativas de fuerte impacto psicológico. Su comunicación, desde entonces, no se produce de manera directa sino a través de mitologías cotidianas y cuestionamientos muchas veces angustiados.
Patricia Soriano no concibe sus cuadros como un halago para los sentidos, sino para un uso reflexivo de las imágenes. Ella no quiere disimular su inconformidad. Su auscultación de lo real está llena de huellas objetivas y subjetivas. Las referencias femeninas y feministas son más explícitas que alegóricas, porque ella no es amiga de tapujos y simulaciones, y propende a dejar establecido un cierto grado de solidaridad, del que ella se hace responsable como individuo. Patricia Soriano es de las mujeres que libran batallas por su género, por los desheredados, los discriminados y los violentados, de una manera individual, con absoluta autonomía.
Con frecuencia, Patricia Soriano recurre a la composición en polípticos de pequeños módulos independientes, combinados de manera poco habitual, atados por fuertes y dramáticos ruidos visuales que tejen su cadencia en contrapuntos simbólicos que no persiguen ni desean la claridad, aunque es evidente en su figuración el uso de testimonios y modelos que su acción artística pone al servicio de confrontaciones. Esos polípticos no guardan una secuencia lógica, pero responden siempre a un repertorio que aspira a golpear la sensibilidad del espectador, a mover el piso de cualquier tornasolado optimismo, a friccionar más que agredir.
En Ninfas de escarnio en corazas transparentes, los retratos sin nombre de mujeres verdaderas, no inventadas, le permiten reafirmar tanto una condición biológica como una superación frente a los demás, mientras que los organismos primarios expresan de manera tangencial, casi secreta, las turbulencias del sexo y los instintos. En esta y en sus otras pinturas se aprecia una voluntaria feminización de las imágenes, dentro de un carácter plástico muy personal. Las flores, algas y moluscos, con sus curvas sinuosas, con sus matices cromáticos muchas veces aterciopelados o cubiertos de papilas, le permiten explayarse en símbolos sobre la riqueza orgánica y anímica de las mujeres. Aunque en su prontuario no podían faltar niños, adolescentes y hombres adultos, quienes parecieran reclamar al que los mira la aceptación de sus convulsas identidades.
Patricia Soriano vive, siente y experimenta con intensidad tanto lo urbano como la naturaleza, pero nunca los copia; contrario, los modifica en la medida en que son un punto de partida para llegar a esas zonas de energías positivas y negativas que chocan y estallan no en el sueño ni en la pesadilla, sino ante una mirada atenta que pretende penetrar en lo oculto.
El ámbito urbano, creación humana por excelencia, motiva la producción de Paloma Torres, quien en esta serie de Columnas, Muros y Bolas muestra una sorprendente madurez como escultora, y a la vez un sobresaliente dominio de la cerámica, que es su medio, y de la geometría emocional que define la estética de sus estructuras.
Casi tres lustros de una manipulación constante con el barro, en piezas de bulto o bidimensionales, modeladas, coloreadas y cocidas o no cocidas, le han dado acceso a planteamientos cada vez más difíciles, tanto en la arquitectura de las obras como en el tamaño de las mismas, y también en los aspectos decorativos, consistentes en esgrafiados, amarres, incisiones, adherencias, agregados superficiales o penetrantes del mismo barro o de tubos de fierro, y sugerentes agujeros que establecen un adentro y un afuera.
Aunque el barro, materia prima, admite cualquier sistema de trabajo, Paloma Torres rechaza la gestualidad, la improvisación y el impromptu en pro de un proceso controlado y perfectamente organizado. Gracias a ello ha podido llegar a verdaderas audacias tanto en las dimensiones, que aborda con soltura, como en los vacíos, sin temor a lo peligroso en la manipulación de la sustancia frágil, cuya consistencia apuntala con embones bien calculados.
Acertado resulta el nombre de Muros a cada una de las caras de los esbeltos paralelepípedos algo irregulares, porque su apariencia es de chozas y su volumen tal, que podrían ser penetrables. Colocados a la intemperie, más de uno intentaría utilizarlos como refugios, como cabañas surgidas de un relato fantástico.
Para una apreciación más cabal de estas cerámicas monumentales hay que considerar también la familiaridad que guardan con las construcciones megalíticas, como los alineamientos de menhires, las cámaras de dólmenes o los cofres sepulcrales llamados cistas. Pero en el trabajo de Paloma Torres no campea la idea de muerte; sus especulaciones se orientan a la posibilidad de amueblar la ciudad contemporánea. Lo comprueba el hecho de haber ganado en 1991 el concurso para erigir en Cumbel, Suiza, la escultura que conmemora los 700 años de la Confederación Helvética.
Como las columnas de Paloma Torres no tienen base ni capitel, en la decoración del fuste (siempre de forma cilíndrica) descansan su variedad y su peculiaridad. Las fuentes estilísticas para sus juegos de límpidos planos y colores son muy variadas: neoplasticismo, abstracción lírica, constructivismo emblemático y evocaciones muy libres de relieves prehispánicos, en especial de las grecas y sus meandros. Del neoplasticismo hereda el uso de formas geométricas simples en proporciones elementales y ritmos verticales y horizontales; sólo que en vez de la aplicación exclusiva de colores primarios, su paleta se compone de negro, verde, blanco, rojo y azul.
A la abstracción lírica le debe la espontaneidad en composiciones expresivas que alteran la pura verticalidad del cilindro e imprimen a la columna una irregular dinámica espacial. Tomando como maestro a Joaquín Torres-García, divide la superficie en compartimentos que reciben símbolos elementales de la naturaleza; entonces, parecieran resonar las palabras del teórico y artista uruguayo: ``volver en cierto sentido a la prehistoria, considerar de nuevo lo que es esencial al arte, dar de nuevo con sus eternos principios y ser lo que no hemos sido jamás: unos primitivos''.
En los Muros la vivacidad de los colores desaparece para dar lugar a una nueva coloración de ocres, grises y negros, empleados con mucha delicadeza y mayor participación de contornos dibujísticos no exentos de intenciones figurativas.
Paloma Torres ha ido ganando en la escultura cerámica mayor coherencia entre los factores artesanales y los artísticos. Con su actual producción ella hace valiosas aportaciones a la escultoarquitectura, concepto diferente al de la escultopintura, que sucede en el plano.
Conviene advertir que el factor generacional no se tomó en cuenta para exponer simultáneamente las obras de Rocío Maldonado, Patricia Soriano, Paloma Torres y Claudia Fernández.