La Jornada Semanal, 12 de abril de 1998
La tienda se llama Paraíso y su puerta tiene vida propia. stos son los datos básicos de la parábola que me propongo desarrollar como ejercicio espiritual de Semana Santa.
Según saben los atribulados lectores de Duns Escoto (conocido por su fineza retórica como Doctor Subtilis), la escolástica es algo que ante todo tiene partes. Vayamos, pues, al umbral del argumento: la invención de las puertas automáticas significó una entrada cristalina a la arquitectura inteligente; ahí, el espacio acata al destino; el edificio ``sabe'' lo que queremos y elimina un obstáculo en nuestro beneficio. Para los niños cuya idea del porvenir se forjó en las caricaturas de Los supersónicos, la puerta que entiende nuestros pasos fue el primer anuncio de las alcobas donde las almohadas decidirán nuestros sueños.
La evolución humana se debe -entre otras muchas molestias- a las funciones especializadas de nuestro dedo pulgar; quizá por ello solemos representarnos el futuro como un sitio en el que ya no hay que usar las manos; en la era del confort espacial, llevaremos la personalidad en las suelas de los zapatos.
Es obvio que la teología de Aira adolece de antropomorfismo: su Dios tiene zapatos. Al igual que el hinduismo, la religión cristiana se ha dejado llevar por las tentaciones de la iconografía y muchos de nosotros hemos coloreado a más de un Dios de barbas y túnica blanca en las nubes de un cuaderno infantil.
Los doctores de la iglesia han trabajado horas extra para enseñarnos a querer a un Hacedor que ni camina ni se baña ni se sienta ni habla ni calla, y Maimónides dedicó los cincuenta primeros capítulos de su Guía de descarriados a estudiar los antropomorfismos bíblicos y a demostrar que la esencia divina requiere de incorporeidad absoluta. El idólatra no es sólo quien rinde culto a un Dios figurativo, sino también quien deja de luchar contra sus representaciones alegóricas. Por más que anhelemos las facciones del Padre Eterno, debemos conformarnos con una presencia trascendente que ocupa el centro de todas las cosas (y que no tiene por qué abrir puertas automáticas).
Con todo, la broma de Aira plantea un asunto serio: ¿podemos tener una noción espacial de Dios o debemos conformarnos con conocerlo por sus actos? Job sufrió copiosos agravios sin abjurar de sus creencias y fue recompensado con riquezas y salud pero no con la dicha superior de la verdad. ¿Por qué tuvo que padecer tanto sin razón aparente? La respuesta de Dios no pudo ser más enigmática: ``Pero ¿en dónde estabas cuando creé los cielos y la tierra?'' ¿El dolor y los prodigios del mundo son las únicas pruebas del quehacer divino? Hay situaciones -el despegue de una avión, la pelota en el área chica del Necaxa- en que nos urge que Dios exista; sin embargo, rara vez nos consta su presencia.
Sirva todo esto para decir que en uno de los muchos templos profanos de la ciudad de México, es decir, en Perisur o en Interlomas o en Plaza Satélite, ocurrió algo cercano al milagro. Una amiga entrañable, que a su comercial manera ha logrado la omnipresencia (es conocida como ``el ajonjolí de todos los malls''), se quedó de piedra ante una puerta automática. Pensaba comprar unas vitaminas japonesas y unas galletas de fibra superdura cuando la puerta ``se negó'' a abrirse. La tienda estaba en funciones y ella pensó en una avería mecánica. Golpeó en el cristal, pero nadie le hizo caso. La vida de la tienda proseguía, indiferente al interrumpido shopping-spree de mi amiga. Con la clarividencia que da la desesperación, ella consideró que no había pisado el suelo con fuerza suficiente; improvisó una especie de danza apache, aporreó el suelo con las manos hasta que advirtió que su conducta era intensamente ridícula. Ya se iba rumbo a una boutique de mostazas, cuando vio que una persona entraba a la tienda sin problema alguno.
Aquella puerta le tenía mala voluntad, no había duda. Durante media hora pasó de un asombro a otro: la puerta seleccionaba a los clientes, sin que el aspecto de los rechazados ni el de los elegidos arrojara pista alguna sobre el criterio de preferencia. Con la fe que sólo puede tener una compradora compulsiva, mi amiga pensó que la puerta exigía méritos morales. Se plantó ante el cristal y rezó con tanto desorden como sinceridad. La puerta se abrió. Ella se santiguó, ratificando las ideas de Aristóteles y Plotino de Dios como un principio físico: estaba ante el ``Primer Motor''. La Providencia es una artista exclusiva de la Fe; sólo actúa para quien cree en ella.
La tienda se llama Paraíso y su puerta tiene vida propia.