La ululante y sanguinaria presencia de la película Un hombre lobo americano... en más de 40 salas de nuestra caótica megalópolis, me inclinó de manera inaplazable a escribir sobre la licantropía en el cine. Curiosamente, las cintas centradas en el más célebre de los seres mixtos de hombre y animal han sido poco numerosas. Su fortuna, como protagonista individual, ha sido inferior a la de otras figuras arquetípicas como los supuestos hombres-peces, a quienes vimos aventurarse subrepticiamente en tierra (Jacques Tourneur, City Under the Sea, 1965) o como Drácula o Frankestein.
Con más frecuencia, en cambio, se ha asociado con ellos en filmes que acumulaban monstruos. Recuérdese, por ejemplo, La zingara y los monstruos, realizada en 1945 por Erle C. Kenton, en cuyo terrorífico contexto el hombre lobo (encarnado por Lon Chaney Jr.), se enzarza en un combate con Frankestein por el amor de una gitana; o aquella otra cinta, del mismo año e igual realizador, La mansión de Drácula en la cual el célebre vampiro se asociaba a un sabio maléfico a quien el hombre lobo acudía en busca de curación para trastocar su urgente salvación.
Porque el hombre lobo es, de acuerdo con la tradición más usual, un personaje positivo, víctima involuntaria de un mal que lo convertía en ejecutor de crímenes. Por eso en las noches de luna llena pide ser encadenado para evitar desgracias. Al fin y al cabo, la licantropía (zoantropía) --decía el rótulo inicial de El hombre lobo, de George Waggner-- es una enfermedad mental en la que el enfermo imagina estar transformado en lobo. Simon Goulard advierte que ``anda tan de prisa como el lobo, lo que no debe juzgarse como increíble, por ser los esfuerzos del demonio los que les prestan las mismas condiciones de dicho animal''.
En El lobo humano (1935), de Stuart Walker, una extraña planta, cuya flor debe cortarse con la luz de la luna, tiene propiedades curativas, pero es también capaz de inocular la licantropía. El transvase de esta y otras antiguas leyendas a las imágenes en movimiento se insinúa por vez primera en The Wolf-Man (1924), de Edmund Mortimer. En esta cinta de la época muda su protagonista (John Gilbert) se diferenciaba del lobo en que su piel no era visible. Pero, más allá de este inicial filme, que con el tiempo se sumaría al cortejo de monstruos con sus historias plenas de sugestiones terroríficas y de personajes fantásticos que son personas durante el día y hombres lobo en las noches de luna llena, el cine español crea una curiosa sucesión de títulos caracterizados por su desaforada truculencia. El más conocido, La noche Walpurgis (1970), de León Klimowsky, aunaba a la tradicional dinámica propia de la licantropía, elementos de brujería, satanismo y vampirismo durante la época contemporánea.
Otra película interesante es El bosque de Ancines, cuyo contexto narra la historia de un buhonero epiléptico que, en la Galicia finisecular, se convierte en asesino de mujeres. Las supersticiones rurales hacen de él un licántropo (lobisomen o lobizón). El filme, bien interpretado por José Luis López Vázquez, era principalmente, por un lado, una crónica de cierta España afín a Buñuel y, por otro, más que una cinta de terror en torno de la leyenda del hombre lobo, era su desmitificación.
Finalmente, algunas comedias han utilizado, con propósitos distintos, la presencia de este ser fantástico (Abbot y Costello contra los fantasmas). Estas desviaciones marginales soslayan o encubren los aspectos inquietantes del tema.