El Instituto Federal Electoral (IFE) ha resultado ser una de las grandes instituciones que han surgido de nuestro proceso democratizador. Totalmente ``ciudadanizado'', como suele decirse, muy autónomo respecto del gobierno y, hasta cierto punto, de los partidos, el IFE ha sido fundamental para que México pudiera avanzar en el camino de la democracia. Su desempeño en las elecciones federales del 6 de julio de 1997 fue, de verdad, extraordinario. Excepto en algunos estados, en los que gobernadores priístas dinosáuricos impusieron la vieja ley del carro completo, casi en todo el país las elecciones fueron ejemplares.
Justo en el momento en que se concluían aquellos comicios, todo mundo comenzó a evaluar con objetividad el gran papel que en los mismos había desempeñado el IFE, contados sus consejeros y, en particular, su consejero presidente y su secretario ejecutivo. Todos sentimos, por un momento, que nuestro paso a la democracia era seguro y firme, que los procesos electorales ganaban en institucionalidad (lo que siempre ha faltado en este país), que comenzaba a garantizarse de verdad el voto ciudadano, que el terreno para el cochupo y el fraude se había limitado de modo que en el futuro ya no sería un problema serio para el desarrollo democrático y que, por primera vez, la ciudadanía salía satisfecha de unas elecciones. Todo eso se lo debíamos, ante todo, a un IFE que había funcionado de maravilla.
De pronto, la imagen del IFE, cuya autoridad estaba por los cielos después de las elecciones, por muy extrañas razones comenzó a desdibujarse. Los consejeros, que se suponía ajenos a cualquier interés partidista, empezaron a ser definidos por sus tendencias partidistas. Uno de ellos, que había sido propuesto por el PRD, llegó a decir que su corazón estaba con el PRI. Alonso Lujambio y Juan Molinar, dos estudiosos serios de la política electoral mexicana, se dijo, tenían posiciones ``panistas''. Emilio Zebadúa, Jaime Cárdenas y Jesús Cantú, se dijo también, eran ``properredistas''. Mauricio Merino no daba color, pero coincidía con los últimos casi en todo. Sólo eran neutrales el presidente consejero, José Woldenberg y Jacqueline Peschard.
Esa fractura entre los miembros del Consejo General del IFE comenzó a surgir a la luz del día, cuando seis de los consejeros exigieron que se ``evaluara'' la acción del secretario ejecutivo del Instituto, Felipe Solís Acero. Lo acusaron de ser ``priísta'' y, lo peor, ``chuayfettista''. Su actuación en las elecciones, todo mundo lo reconoció, fue excepcional. No había realmente motivos para someterlo a esa indignante ``evaluación''. Woldenberg lo defendió hasta donde pudo. Pero aquella mayoría de consejeros se impuso y Solís Acero fue echado del IFE. Salió con una gran dignidad, lo que lo enaltece.
Los consejeros perdieron el rumbo y la conciencia de su gran investidura. Lo volvieron a demostrar cuando Woldenberg propuso otro candidato para el puesto. Se lo impugnaron y le pidieron que propusiera a otros candidatos. Finalmente, Fernando Zertuche, ya antes consejero del IFE, fue designado secretario general ejecutivo, a propuesta de Woldenberg. Cuando leí la noticia pensé que había sido una gran elección, porque conozco a Zertuche desde hace muchos años. No podía haber sido mejor. Pero las actitudes de los consejeros Cantú y Cárdenas me dejaron sorprendido. Y no fue porque se abstuvieron de votar, sino por las razones infantiles y especiosas que dieron al razonar su voto. Según ellos, Woldenberg no había sido suficientemente convincente en su propuesta.
Tengo la impresión de que algunos consejeros se han exhibido en un papel que no corresponde para nada a su investidura. Que los acusen de ``partidaristas'' ya es muy grave. Que, además, le anden jugando al antigobiernismo resulta gravísimo. Ellos mismos deberían cuidar, ante todo, ésa su investidura de la que deriva su autoridad y su prestigio ante la sociedad. Su relativa juventud no es un obstáculo para ello. Deberían presentarse tan respetables como lo pueden ser los ministros de la Suprema Corte de Justicia y aún más. No lo harán, no podrán hacerlo, si en lugar de ello se presentan a sí mismos como unos facciosos irresponsables.
Lo mejor que ha dado la reforma política es, precisamente, la institución del IFE. Todavía estoy asombrado del modo en que pudo lograrse con la reforma de 1996 y, más todavía, de la elección de los actuales consejeros. ¿Por qué éstos no piensan, ante todo, en enaltecer el alto cargo que les ha confiado la representación popular? Deberían pensar que cada uno de ellos, de su actuación responsable y dedicada, depende el futuro de esa gran institución reformadora que es el IFE. Son magistrados de la nación y deben verse a sí mismos y actuar como tales. No creo que sea mucho pedirles.