Es sabido que las remesas de dinero que los trabajadores migrantes mexicanos en Estados Unidos envían a sus familias, constituye una de las más importantes fuentes de divisas para nuestro país; se habla de un monto global anual cercano a los seis mil millones de dólares, volumen de recursos que se sitúa en un rango semejante al de las inversiones extranjeras, las exportaciones petroleras o los ingresos aportados por el turismo.
Sin embargo, no obstante la importancia de los flujos monetarios aportados a México por los trabajadores migrantes, éstos reciben un trato por demás discriminatorio con respecto a los inversionistas o los altos ejecutivos de firmas extranjeras. No sólo deben afrontar toda suerte de peligros y malos tratos por parte de autoridades y empleadores del país vecino sino que, cuando regresan a suelo mexicano, se exponen a ataques y extorsiones por parte de malos funcionarios públicos. Para colmo, estos connacionales, cuyo esfuerzo es de primera importancia para la economía nacional, sufren los abusos de las pocas empresas que realizan el servicio de transferencias monetarias entre ambos países. No puede dejar de señalarse que el terreno propicio para la operación y expansión de tales firmas ha sido abonado, en buena medida, por la ineficiencia y el descrédito de Telégrafos Nacionales y del Servicio Postal Mexicano.
Tales empresas cobran comisiones desmedidas y discriminatorias, lucran con el tipo de cambio, engañan a sus clientes de manera sistemática mediante anuncios publicitarios equívocos, y tienen el margen de maniobra para realizar otras prácticas fraudulentas de manera por demás impune. Se calcula que este lucro masivo con muchas operaciones monetarias de dimensiones modestas deja ganancias -cada una- cercanas a los mil 200 millones de dólares a las firmas que se dedican a este negocio.
Poner un alto a esta situación resulta perentorio por dos razones: la primera es que, ante la manifiesta inmoralidad -si no es que ilegalidad- del leonino negocio de las transferencias monetarias de Estados Unidos a México, se hace necesario buscar una mínima protección financiera para los trabajadores migrantes, de por sí expuestos a toda clase de riesgos y agresiones; la segunda es de orden estrictamente pragmático: ante el declive de los precios petroleros y las incertidumbres que recorren el mercado mundial de capitales e inversiones, habría que ponderar y reconocer la importancia estratégica que, en conjunto, tienen las pequeñas remesas de dólares de los migrantes a sus familiares en territorio nacional, y procurar que esa masa de recursos fluya en su totalidad a la economía nacional -sujeta, de nueva cuenta, a los rigores recesivos de los recortes presupuestales- e impedir que una parte sustancial de tales ingresos siga concentrándose, como ocurre hoy día, en unas cuantas manos.
En este contexto, el hecho de que la Secretaría de Relaciones Exteriores y el Senado de la República hayan decidido analizar el asunto, resulta un paso positivo, pero insuficiente. Es necesario establecer, a la brevedad, mecanismos de interés público que permitan a los migrantes y a sus familias efectuar transferencias monetarias sin tener que entregar 18 por ciento de ellas a empresas usureras y agiotistas. Para finalizar, es deseable que la Secretaría de Hacienda y las comisiones respectivas tomen cartas en el asunto y diluciden la legalidad -o no- de las operaciones señaladas.