Avanza el proceso de admisión a las universidades públicas de la zona metropolitana de la ciudad de México para el ciclo de primavera. Los resultados publicados por la Universidad Nacional Autónoma de México (La Jornada, 29-III-1998) llaman a reflexionar sobre la situación de la educación superior en la capital. De 66 mil 471 aspirantes examinados, la UNAM recibió a 6 mil 52 en el sistema escolarizado (9.10 por ciento) y mil 36 más en el abierto (1.56 por ciento); 52 por ciento habita en el Distrito Federal y 40 por ciento en municipios conurbados y otras localidades del estado de México. Además, en el ingreso 1997-Otoño, la Universidad Autónoma Metropolitana admitió al 27 por ciento de sus aspirantes, proporción que posiblemente se mantenga en 1998-Primavera, cuyo examen de admisión se celebró hace poco. La mala preparación de los rechazados no es un problema individual, sino de todo el sistema educativo y de factores socioeconómicos y culturales.
Si los no aceptados en la UNAM se distribuyen territorialmente en forma similar a los aceptados, y este patrón es parecido en otras instituciones, podemos afirmar que las universidades públicas de la metrópoli no absorben la demanda proveniente del nivel medio superior local, la cual sigue aumentando y podría crecer aún más si, como es necesario, se eleva la eficiencia terminal en él. Sólo una mínima parte de los no aceptados podrá ingresar a universidades privadas, dados sus elevados costos; el resto engrosará las filas de los excluidos y, por tanto, del desempleo, con sus implicaciones laborales y sociales.
Se piensa que esta situación es insuperable en las condiciones imperantes en la universidad pública y que es conveniente, pues se asume una oposición irreductible entre calidad y cantidad. No estamos de acuerdo. El desarrollo económico-social del país no puede garantizarse sólo con la formación de un número limitado de profesionales e investigadores de muy alto nivel, en situación de privilegio, como se deriva de algunas políticas en curso. Parece necesario que el conocimiento científico, tecnológico y humanístico se difunda ampliamente en la sociedad mediante la formación universitaria, y que una proporción creciente de jóvenes concluya licenciatura, maestría y doctorado --en combinaciones adecuadas-- para dar base social al desarrollo nacional. La universidad pública debe realizar los cambios necesarios para asegurar una alta calidad de formación a un número creciente de alumnos, y tiene condiciones y potencialidad para lograrlo.
En medio de una crisis económica de 16 años de duración, simultánea a un cambio tecnológico acelerado, el desempleo general y profesional es muy alto; pero el país y la capital aspiran a salir de la crisis y tomar el camino del crecimiento con justicia y equidad, para lo cual se requiere una masa mucho mayor de profesionistas e investigadores de alta calidad; es la experiencia histórica de los países desarrollados. También el desarrollo integral supone la superación de la pobreza y una movilidad social creciente, uno de cuyos medios es un sistema educativo sin cuellos de botella excluyentes; la estrechez de la oferta en la universidad es uno de ellos. La universidad pública no debe fijar su política de admisión con base en la situación hoy imperante en el mercado laboral, sino a partir de su función social y la anticipación de las necesidades futuras del desarrollo nacional.
Las universidades públicas y los gobiernos de las partes de la gran metropolis (Distrito Federal y municipios conurbados del estado de México), comparten la responsabilidad de elaborar una política consensada de ampliación de la matrícula y elevación de la calidad: las primeras porque son las instituciones que tienen esa función y se mantienen con los tributos de los ciudadanos; los segundos porque su responsabilidad es gobernar para mejorar la calidad de vida de todos sus habitantes. Es urgente que este diálogo se inicie, en el marco de las autonomías de cada actor y con participación de docentes, alumnos y representantes de otros sectores de la sociedad civil.