Margo Glantz
Romper todas las cadenas

Yosemite Park es una reserva nacional estadunidense; pinos y lluvia, lagunas, turistas y letreros, cascadas, hoteles victorianos, letreros, sequoias gigantes y, de pronto, una tormenta de nieve en pleno abril. Circulamos a vuelta de rueda porque el camino es resbaloso y empiezan los accidentes, luego, tenemos que esperar muchas horas porque carecemos de cadenas para que las ruedas del coche avancen sin peligro por las carreteras atascadas.

Llamamos por teléfono para que venga ``el hombre de las cadenas'', especie de yeti taciturno, barbado, pelirrojo y grosero que viene con ellas y las ajusta a las ruedas, mientras da instrucciones tajantes para mover el volante de manera adecuada; tres horas y media después regreso al camino resbaloso y bello, y al cabo de recorrer lentamente unas 15 millas, vuelven a aparecer más letreros perentorios en el camino, avisando que hay que quitarse las cadenas y, de manera que parece providencial, al lado de la carretera surgen de la nada varios hombres con uniformes amarillos y letreros dispuestos a volver a quitarnos las cadenas por el módico precio de 5 dólares, aunque antes hayamos pagado 65 para que nos las pongan. Varias millas más arriba, de nuevo letreros, que nos exigen volver a ponernos las cadenas, bajo pena de multa y/o peligro de muerte. Logramos sobrevivir sin volvérnoslas a poner.

Este preámbulo reiterativo parecería digno de Marx, si aún existiera la utopía, pero en este fin de milenio que organiza una nueva edad media ya vaticinada por algunos teóricos entre los que se cuenta Umberto Eco, las cadenas son objetos puramente utilitarios de la sociedad de consumo, desechables, banales, más o menos prácticos pero que no lo protegen a uno más que de la nieve y nunca de los gigantescos consorcios que mueven el turismo, por ejemplo, de las compañías que rentan automóviles baratos pero que nunca se responsabilizan de los gastos extra a pesar de que la ley exija disponer de cadenas en los autos durante los meses de invierno, en el estado de California, es decir, desde noviembre hasta abril; y varios turistas incautos que han rentado sus coches pensando que están en el país de las oportunidades y que no han sido advertidos de tal ley, tienen que sacar sus tarjetas de crédito para pagar los gastos suplementarios, por ejemplo, un turista galés que rentó un coche grande, apantallante, tiene que quedarse hasta que pase la nieve porque las ruedas de su vehículo son tan grandes que no hay cadenas que le ayuden a salir del atascadero. ¿Habrá pasado la noche allí?, ¿habrán bajado los osos a destruir las puertas de su carro porque quizá olieron la comida (junk food) a la que la cultura del consumo los ha acostumbrado y de la que son muy adictos?

Las compañías ganan, siempre ganan. ¿Se tiene la ilusión del libre millaje?, ¿se trata de volar siempre con la misma compañía para acumular millas y viajar gratis por el mundo? ¡Grave error! en el momento mismo en que se puede aprovechar ese millaje, la persona favorecida deja de ser gente para convertirse en pasajero de quinta clase, dispuesta a sufrir viajes con escalas interminables, problemas de clima, de hoteles y de dinero.

Para fundamentar nuestro optimismo al regreso del viaje, una buena noticia; ya habrá un gran banco estadunidense a escala nacional (como si su escala no fuera la internacional), una nueva fusión de capitales cuyos costos, anuncia uno de los periódicos más conservadores de California, serán terribles: menos empleos, menos dinero para cultura y educación. Menos dinero para los indigentes, más desigualdades en las ciudades de Estados Unidos, menos estudiantes provenientes de las minorías, pero más ganancias para los bancos y la bolsa. ¿A qué costo?, pregunta el mismo periódico. Y cabe interrogarse, ¿a qué costo para el Tercer Mundo?