Siempre el país ha sido visitado por eminentes extranjeros enamorados del pueblo mexicano; los recordamos conmovidos cuando los sentimos a nuestro lado en los momentos estelares de la historia, y hoy vale traer a la memoria algunos de estos heroicos y admirados personajes. El limeño Melchor de Talamantes echó las bases teóricas de la Revolución del Ayuntamiento, cuando preso Fernando VII por Napoleón I, proclamó el derecho a recobrar la soberanía novohispana por hallarse suspendido el imperio español. Francisco Primo de Verdad y sus seguidores en México y Valladolid, enriquecieron las tesis del sabio peruano, del mismo modo que lo hicieron Miguel Hidalgo y la Junta de Zitácuaro presidida por López Rayón, idea por cierto objetada por Morelos: la soberanía, dijo, es absoluta o no es soberanía. Naturalmente Talamantes murió en Ulúa víctima de la xenofobia practicada desde entonces por élites dominantes y autoritarias.
Francisco Javier Mina, resuelto luchador contra el absolutismo de la corona española y la invasión francesa, no soportó la reinstalación del menguado Fernando en el trono de España, y decidió unirse a la insurgencia mexicana para continuar su batalla libertaria. Sus éxitos al lado de Pedro Moreno alarmaron a los virreinales, pues ponían en riesgo las ventajas económicas y políticas que gozaban. Preso y sujeto a consejo de guerra, fue fusilado en noviembre de 1817. El pueblo de México lo aplaude hasta el presente; los enemigos del pueblo lo vituperan y condenan. El juego de xenofilias y xenofobias se repite de mil maneras. Los conservadores aún censuran a Thomas Payne y su Common Sense (1776), compañeros de la jeffersoniana Declaración de Independencia de las colonias inglesas en América, con motivo de que en su texto, 46 páginas, se habla de la libertad humana, y el Common Sense fue una obra cuidadosamente leída por muchos de los próceres que siguieron al Grito de Dolores, hacia 1810, sin importar las condenas de la aristocracia de la Nueva España.
El truculento ministro del estadunidense J.G. Adams, Poinsett, metido hasta el cuello en las logias escocesas y yorkinas de nuestro amanecer independiente, nunca se enteró de los sentimientos populares; su especialidad era manejarse en las entretelas de las clases políticas de entonces; fue un político de cuello blanco entre los políticos mexicanos de cuello blanco, y por esto su papel está al margen de las xenofobias y de las xenofilias, pues en realidad resulta uno más de los muchos turbios agentes de intereses imperiales que se cultivan en Washington desde 1823, año en que el presidente Monroe expuso su doctrina ante legisladores de aquel país, echando las bases de un mando ilegítimo que ha menguado la autodeterminación latinoamericana.
Muy otros son los casos de Juan Prim y de los miembros del Batallón de San Patricio. Prim abandonó la agresión contra México acordada en la Convención de Londres (1861) a instancias de Napoleón III, al darse cuenta como representante español y ya en Veracruz, de las trampas encubiertas por el Segundo Imperio; abandonó el proyecto y regresó a su patria. El pueblo mexicano lo guarda en su corazón porque representa un ejemplo moral opuesto a la arbitrariedad internacional; al contrario, lo censuraron inmisericordemente sus paisanos reaccionarios. Los militares irlandeses que llegaron con las tropas yanquis de Taylor, en los finales de 1846, percibieron pronto las razones inmundas que movían al ejército extranjero y se sumaron al que defendía a México, donde llevaron a cabo quehaceres epónimos. La derrota de México costó la vida a los miembros del Batallón de San Patricio; fueron condenados a muerte por el Congreso estadunidense. El pueblo de México los ama porque los siente profundamente suyos.
La xenofilia y la xenofobia políticas se replican en nuestros días. Quienes están con Talamantes, Francisco Javier Mina, Thomas Payne, Juan Prim, con el Batallón de San Patricio, con los indios chiapanecos y quienes defienden sus derechos humanos, con quienes respetan la dignidad de las comunidades zapatistas y de los pueblos mexicanos, con quienes sufren persecuciones militares, paramilitares y policiales, en el campo y las ciudades, son todos ellos acogidos en las xenofilias de las grandes mayorías de la población, y sin duda objeto de la xenofobia de los altos círculos acaudalados y del poder. Es decir, la xenofilia nace del pueblo hacia las gentes propias o extrañas que buscan cambiar las múltiples esclavitudes de la edad moderna por el pleno goce de la libertad material y política; la xenofobia por su lado brota de los grupos hegemónicos contra nacionales o extranjeros que ponen en peligro la reproducción de su hegemonía, y sólo aperciben algunas xenofilias hacia quienes desde dentro o fuera del país apuntalan sus actos autoritarios o sus pensamientos oligárquicos.
¿Cuáles son entonces la xenofobias y las xenofilias civilizadas?, ¿las que están contra el pueblo o las que están a favor del pueblo? Claro que van a pensar muchos que tales interrogaciones son impertinentes, ¿lo son?