Jordi Soler
Grandes observadores de barcos

Tierra, aire, fuego y agua. No había más en aquel momento y, por otra parte, la conclusión no estaba lejos de la realidad; en el caso de que la realidad sea muy importante, y en el caso, también, de que no salga un experto en la constitución de la naturaleza y diga que la tierra, el aire, el fuego y el agua se descomponen a su vez en otros elementos y luego argumente una serie de evidencias medibles que dejarían sin efecto, ya desde esta altura, a esta historia que pretende terminar en dos grandes observadores de barcos.

El teórico de estas cuatro raíces fundamentales del mundo tenía el sonoro nombre de Empédocles. Entre otras cosas pensaba que cuando un perro se moría, la tierra, el aire, el fuego y el agua que constituían su cuerpo de perro se reagrupaban en otro animal, cosa o persona. Empédocles no sólo andaba en el filo de la reencarnación; también concluyó, y lo dijo casi con todas sus letras, que los perros ni se crean ni se destruyen, sólo se transforman.

La siguiente conclusión de Empédocles, antes de pasar al asunto de los barcos, cae por gravedad desde su planteamiento inicial: el hombre, que está fabricado con los mismos materiales que el perro, percibe la tierra, el aire, el fuego y el agua de perro, gracias a la tierra, el aire, el fuego y el agua que trae en los ojos.

Empédocles teorizaba sobre este asunto hace más de dos mil años y hoy todavía hay quien enciende el fuego de una mujer con el fuego que trae en los ojos.

Dejemos a un lado el fuego y pasemos a los barcos, que son del agua y del aire, y a sus dos grandes observadores, que estaban situados en la tierra.

En tiempos de Lope de Vega, en el puerto de Lisboa, en la zona de mejor visibilidad, había un individuo que observaba, día y noche, la entrada y la salida de los barcos. La gente lo cuestionaba, desconcertada por esa obstinación aparentemente inútil. El observador daba siempre la misma respuesta: todos los barcos que entran al puerto son míos, por eso los observo. Con el tiempo este observador ejemplar, pasó a ser ``el loco del puerto del Lisboa'', y el más piadoso y adinerado de sus hermanos lo recluyó en un sanatorio psiquiátrico.

Años después el loco del puerto fue dado de alta; lo primero que hizo al salir, fue golpear a su hermano por haberle quitado todos sus barcos.

El segundo observador lo escribe Eliseo Alberto en su estupendo Informe contra mí mismo. Lichi (este es el verdadero nombre de Eliseo) cuenta que en La Habana, un colega suyo que cayó en desgracia laboral y que tenía terraza con vista al mar en su departamento, adoptó, como el loco de Lisboa, el oficio de observar los barcos que entraban y salían del puerto. Se situaba en su terraza, de sol a sol, y apuntaba en una libreta el nombre, la bandera y la especialidad del barco. Su esposa se comenzó a preocupar cuando al observador le dio por levantarse a vigilar antes de que saliera el sol, y más que nada cuando, con la idea de ganar precisión en sus observaciones, vendió su mejor pantalón para comprarse un catalejo. La historia de Lichi concluye de manera inesperada: ese oficio tan impráctico, logró convertirse en cosa práctica. Es todo lo que puede revelarse en estas líneas.

Todavía evitando a aquel probable experto en la constitución de la naturaleza, podemos aplicar aquí las conclusiones de Empédocles, más de dos mil años después, fundamentados en aquello de la mujer cuyo fuego se enciende por pura empatía con los ojos de quien la mira. De acuerdo con su teoría de los elementos, en la locura del loco de Lisboa y del loco de Lichi no hay más que una certeza: los dos tenían barcos en los ojos.

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