Es ciertamente relevante que el presidente de Estados Unidos haya dicho, en el marco de la Cumbre de las Américas y ante sus contrapartes del continente -con excepción del mandatario cubano-, que nunca más habrá dictaduras como la de Pinochet en Chile. Es lamentable, sin embargo, que esta declaración se realice tan tardíamente -25 años después del golpe contra el legítimo régimen de Salvador Allende- y no considere el notorio papel que el propio gobierno estadunidense desempeñó en la creación y el apoyo de dictaduras antidemocráticas y represivas en América Latina.
Desde que en 1954 cayó derrocado el presidente guatemalteco Jacobo Arbenz, y el mandatario brasileño Getulio Vargas fue obligado a suicidarse por golpistas que estaban en estrecho contacto con la embajada estadunidense en su país, ninguna acción militar ilegal ha prescindido, por lo menos, del visto bueno del Departamento de Estado. Baste citar los casos de la participación de la embajada de Washington en Buenos Aires en los intentos por derribar a Perón, finalmente con éxito en 1955; la conspiración castrense, apoyada por Estados Unidos, contra los presidentes brasileños Janio Quadros y Joao Jango Goulart, en los años 60, que dio como resultado la dictadura militar en ese país; la intervención del país vecino en República Dominicana en 1965; el golpe del general Bánzer en Bolivia y su dictadura; la invasión de Cuba en Playa Girón y los diversos atentados contra la vida de Fidel Castro; la organización militar, con apoyo estadunidense, para evitar que Salvador Allende ganase las elecciones en Chile y la preparación de su derrocamiento desde el primer minuto de mandato del presidente hasta su asesinato en el golpe de Augusto Pinochet en 1973; la organización de los contras nicaragüenses por los servicios de inteligencia de Estados Unidos y la invasión a Panamá en 1989.
Incluso en la Cumbre misma están presentes Alberto Fujimori, al que Estados Unidos condenó en su momento por haber cerrado el Parlamento opositor en Perú con un ``autogolpe'', y que tiene como brazo derecho a un hombre acusado por sus lazos con el narcotráfico, y el mismo Hugo Bánzer, famoso no sólo por su anterior y sangrienta dictadura, sino también por haber tenido como ministro del Interior a un militar señalado como narcotraficante.
Ciertamente un gobierno democrático no es responsable de lo que hicieron sus antecesores. Pero sería deseable, al menos, una sincera autocrítica, como la que efectuó el presidente Clinton en Sudáfrica, cuando pidió perdón a los africanos por la esclavitud que despobló ese continente, pero construyó la riqueza de la industria algodonera de Estados Unidos.
Si en cambio, lo que el presidente de Estados Unidos quiere decir es que los ejércitos no serán ya ``variables independientes'', porque la tendencia imperante lleva a convertirlos en meras guardias nacionales y en instrumentos disciplinados de un comando unificado antidrogas, bajo la dirección y control estadunidense, esa perspectiva tampoco es aceptable ni tranquilizadora. En primer lugar, porque los ejércitos dejarían de ser instrumentos potencialmente controlables por el pueblo de sus países respectivos, para convertirse en una superpolicía continental con mando extranjero. En segundo lugar, porque eso, lejos de preservar la soberanía y la democracia, las condicionaría e incluso las anularía.
Contra el desvío castrense de los deberes constitucionales de los servidores públicos, en uniforme o no, no hay otro remedio que la más amplia democracia y el control popular. Pero para hacer cumplir esas premisas se requiere una política económica y social que permita a las mayorías acceder a la educación, la información, la salud y el bienestar, factores sin los cuales no hay ciudadanía efectiva. La dictadura de Pinochet no consistió sólo en los asesinatos masivos: contó también con el apoyo activo de una importante minoría liberticida, para la cual los pobres contaban menos que nada.
Por ello, las declaraciones del presidente estadunidense, a la luz de las constantes presiones e injerencias violentas que el gobierno de su país realizó en América Latina para imponer dictaduras y avasallar los movimientos democráticos y sociales latinoamericanos, resultan muy poco verosímiles. Si Clinton, en cambio, reconociese el pasado y comenzase a pensar en las políticas sociales continentales que pueden hacer posible la democracia, y garantizara la no intervención estadunidense en los asuntos internos de países soberanos, nuestro continente respiraría más tranquilo.