Había sido albañil desde la infancia. Cuando cumplió dieciocho años, el servicio militar lo obligó a interrumpir el oficio.
Lo destinaron a la artillería. En la práctica del tiro de cañón, debía disparar contra una casa vacía, en medio del campo. Le habían enseñado a tomar puntería, pero no pudo hacerlo. El había construido muchas casas, y no pudo hacerlo. A los gritos le repitieron la orden, pero no pudo. El sargento lo alzó por los hombros, lo sacudió, exigió un porqué. El quería decir que una casa tiene piernas, hundidas en la tierra, y tiene cara, ojos en las ventanas, boca en la puerta, y tiene en sus adentros el alma que le dejaron quienes la hicieron y la memoria que le dejaron quienes la vivieron. Eso quería decir, pero no lo dijo. Dijo:
-Una casa... es una casa
Si decía lo que quería decir, iban a fusilarlo por imbécil. Diciendo lo que dijo, marchó preso.
En un fogón de las sierras argentinas, en rueda de amigos, Carlos Barbaresi cuenta esta historia de su padre. Ocurrió en Italia, en tiempos de Mussolini.