Un ``después'' que fue ``nunca''
Para don Manuel Ramos Rivadeneyra
La colonia Maravillas ocupa las faldas de una colina. Las calles son curvas, difíciles de transitar; a cambio están sombreadas por las ramas de los árboles que rebasan las bardas. Son de colores, protegen casas modestas en comparación a la Villa Ríos. Funciona como asilo, es grandísima y la rodean jardines agrestes donde reinan las bugambilias.
Siempre que venimos a visitar a mi abuelo, mi madre se detiene a ver las enredaderas y le pregunta a Tulita -una de las encargadas del establecimiento- cómo le hace para que den flores tan grandes y de colores tan brillantes. Tulita dice que no sabe ni se explica semejantes prodigios, porque allí no tienen jardinero y el personal del asilo está siempre tan ocupado que nadie dispone de los minutos necesarios para regar las bugambilias.
A mi mamá se le olvida que si venimos a la Villa Ríos no es para que se deleite contemplando las flores sino para visitar a mi abuelo; es decir, al padre de mi padre o, lo que es lo mismo, su suegro. Mi papá debería llamarle la atención a mi madre, pero no lo hace; él también mira las plantas y hasta sonríe cuando mi mamá lo hace testigo, ante Tulita, del mucho tiempo que ella invierte cuidando las macetas que tenemos en la casa, sin que a cambio las ingratas le regalen ni siquiera una flor.
De verdad, no entiendo cómo puede interesarse en repetir esa idiotez cuando sabe que mi abuelo está en la terraza esperándonos. Daría cualquier cosa porque mi viejito me confesara qué piensa de nosotros mientras nos ve subir hasta donde él está. Es la parte más alta de la casa y de la colina. Una tarde en que nos quedamos él y yo solos me confesó que muchas veces ha soñado con que se arroja desde allí, que puede ver su cuerpo rodando y hasta percibe el brillo de sus zapatos de charol reluciendo por última vez.
Eso sí es algo increíble. Me refiero a los zapatos de charol de mi abuelo: siempre están como nuevos, impecables. Antes de que se mudara al asilo -es decir, después de que mis papás lo convencieron de que allí estaría mejor que en ninguna otra parte- lo ayudé a empacar sus tres últimos pares de zapatos. Son todos angostos, puntiagudos, de charol: como tienen que ser los de un maestro de ceremonias.
Ocupamos toda la tarde en envolver el calzado porque mi abuelo se puso a describirme las fiestas para las que lo habían contratado. Me contó que en cierta ocasión una damita le había hecho llegar un mensaje citándolo para después. Comprendí cuánto le pesaba aquel recuerdo cuando me dijo: Lástima que el ``después'' haya sido ``nunca''.
Desde aquella tarde le pido a mi abuelo que me repita ese capítulo de su historia. La primera vez en que lo hice estábamos en la terraza. Fue también la primera ocasión en que vi a doña María: dijo algo incomprensible, nos sonrió, se sentó al lado nuestro y de inmediato se durmió. Noté que a mi a abuelo se le llenaron los ojos de lágrimas. Le pregunté el motivo: Se me ocurrió que aquella damita que me envió el mensaje quizá tenga la edad de María y también se encuentre en un asilo, recordándome.
Me dio tanto gusto pensar en la posibilidad de que allí pudiera estar la antigua conocida de mi abuelo, que le recomendé ir al grano y preguntarle a doña María si era ella la muchacha del recado. Mi viejito sonrió y me tomó la mano. Lo hace siempre que está triste y necesita darse valor: Aunque quisiera preguntárselo, no podría. Dicen que Mary llegó hablando un idioma extrañó pero como no ha tenido con quien practicarlo, ya se le olvidó y no se comunica con nadie. Se pasa todo el tiempo dormida Vive aquí pero es como si no estuviera.
Fue un momento espantoso. Sentí cosas
feas; vergüenza, odio por las bugambilias o mejor dicho, por el recuerdo de mi madre inclinada sobre las flores y doliéndose porque a ella sus plantas ingratas no quieren darle ni siquiera una flor con todo y que destina horas y horas a cuidarlas, humedecerlas, espulgarlas, quitarles las hojas secas.
Mi abuelo nos espera en la terraza. Jamás sale a nuestro encuentro. Da tiempo a que mi madre se demore contemplando las bugambilias y a que mi papá se fume el último cigarro antes de subir hasta el área de visitas, donde, por cierto, nunca he visto más que a doña Mary dormida y a mi abuelo aguardándonos.
Al principio nos recibía en su departamento. Está al fondo del jardín. Para llegar hasta allá hay que pasar frente a las habitaciones comunales y ver a las mujeres que desde las ventanas sonríen y estiran el cuello con la esperanza de que alguno de los visitantes se dirija hacia ellas. En uno de esos cuartos está María. Tengo la ilusión de que alguna vez, asueñada como vive, se equivoque y se meta en el de mi abuelo. Sería hermoso que se pasaran el resto de su vida uno al lado del otro: ella dormidita y él con sus zapatos de charol, puntiagudos, estrechos, impecables, contándole de los tiempos en que fue maestro de ceremonias.
Comenzamos a reunirnos con mi abuelo sólo en la terraza desde un domingo en que mi mamá se quejó del calor que hacía en el departamento. El verdadero motivo es otro. Se lo confesó a mi padre de vuelta a casa: la deprime ver a las asiladas, chimuelas y decrépitas, sonriéndole desde las ventanas. Mi papá fingió disgusto por tal susceptibilidad, pero sé que en el fondo sintió alivio de que mi madre le diera una buena excusa para no tener que estarse una hora en el departamento asfixiante.
Esta formado por tres piezas chiquititas: una sirve dizque de comedor otra es la recámara y la tercera la sala. Allí hay dos sillones, una tele vieja y muchos retratos de cuando mi abuelo trabajaba como maestro de ceremonias: en todas aparece bien afeitado, peinadito y con sus zapatos de charol resplandecientes. Me cuesta mucho trabajo imaginar que sean los mismos que lleva en el asilo, donde no hay nadie que los aprecie. La única que podría hacerlo es la señora Mary. Lástima que siempre esté dormida. Si despierta es únicamente para sonreír y comentarnos algo que no comprendemos porque lo dice con los restos de su extraña lengua.
El otro día le pregunté a mi abuelo qué sucederá si alguna vez doña Mary se decide a permanecer despierta un ratito. Mi abuelo sonrió y retuvo mi mano entre las suyas hasta que al fin contestó a mi pregunta: Tal vez pida que le informen si su hijo se ha reportado. Según me explicó Tulita, hace años el muchacho vino aquí. Instaló a su madre bajo promesa de volver por ella ``después'', cuando encontrara una casa dónde alojarse pues acababan de llegar a México. El tipo nunca volvió, quizá Mary no lo sepa ni tenga idea del mucho tiempo transcurrido. Es mejor que duerma.
Mi abuelo sólo haba de estas cosas conmigo. Mis papás no le dan oportunidad de hacerlo. Se pasan todo el tiempo de la visita preguntándole si come suficiente fibra. si hace sus ejercicios, si no le gustaría usar unas pantuflas más cómodas que sus zapatos de charol, los odio cuando pronuncian la frase. Luego, al acercarse la hora de despedirnos, le recomiendan un programa de tele que pasará más tarde: cuando salgamos de allí y desde las ventanas las asiladas estiren el cuello, aún con la esperanza de que nos encaminemos hacia ellas.
Ultimamente he notado que en las despedidas mi abuelito tiene prisa de que nos vayamos y lo dejemos solo en su terraza. Se queda mirándonos mientras bajamos rumbo al estacionamiento. Ya en el coche mi mamá insiste en sorprenderse por la forma en que allí florecen las bugambilias; mi papá enciende su cigarro, como si hiciera años que se fumó el último. Yo me tiendo en el asiento de atrás y finjo dormir. Imagino a mi abuelo sentado muy cerca de doña María contándole, mientras ella duerme, lo esplendorosa que fue aquella noche en que una damita le hizo llegar un recado pidiéndole reunirse después. Ojalá algún día olvide que el ``después'', al cabo de los años, se convirtió en ``nunca''.