La Jornada Semanal, 19 de abril de 1998
El humor, la audacia, el dominio narrativo y una clara actitud contestataria caracterizan la literatura de la puertorriqueña Ana Lydia Vega. Este texto socava, sutilmente, ciertas formas de provincianismo que nos siguen siendo típicas.
El vate guayamés Jeremías Gómez D'Avila (así, con el exótico apóstrofo salvador de apellidos pedestres) tenía una única gran ambición en la vida: ver publicados y debidamente reconocidos los cincuentitrés poemarios inéditos que integraban el obeso volumen de sus Obras completas. Y no era que, a los cuarenticinco apenas cumplidos, diera por terminado su fecundo quehacer literario. Por el contrario era ahora que justamente se sentía en el apogeo de su florecimiento intelectual, en el cenit de su energía creadora. No obstante, las amarguras de la inedición le hacían contemplar a veces el precoz abandono de la lira. Sólo la eventualidad de una muerte súbita le motivaba a conservar el título, inscrito en grandes letras negras sobre el lomo de la abultada carpeta que reunía los regalos de su musa dadivosa.
Tareas más terrenales reclamaban, mientras tanto, su atención. Bajo el ignominioso apelativo de ``Míster Gómez'', dedicaba sus días a la ingratísima tarea de alfabetizar a las masas incultas que abarrotaban las inhóspitas aulas de la escuela Jorge Washington. Su principal fuente de solaz era el Parnaso Juvenil, club que él mismo había fundado para ``el cultivo de los bienes del espíritu''. Las ``asambleas'' quincenales, que debían alentar el desarrollo de nuevas vocaciones poéticas entre el alumnado, servían más bien de desahogo a la frustración artística de Jeremías. Ejerciendo sin rival el monopolio de la palabra, aprovechaba la ocasión para declamar, con vibrante voz y dramático gesto, una nutrida muestra de su prolífica inspiración que proponía como ejemplo de buen decir y perfecta versificación a los jóvenes aprendices del oficio. Ni el ocasional cabeceo de algún muchacho ni la escasez cada vez más obvia de la audiencia podían frenar la catarata incansable de su verbo. Hasta pasadas las seis de la tarde retenía a sus prisioneros, pausando en contadísimos momentos para permitir la lectura de uno que otro poema escrito por los sufridos parnasianos. Como la crítica resultaba tan acerba y era invariablemente seguida por nuevas declamaciones aleccionadoras, los asistentes -aquellos chicos de mayor timidez o peores notas- preferían adelantar la hora de la liberación reservándose adrede los frutos de su talento.
Dos veces al año, Míster Gómez organizaba unos Juegos Florales cuyos ganadores debían leer los poemas laureados el día del cierre semestral ante maestros, padres y alumnos reunidos para este fin en el patio de la escuela. Cuentan las malas lenguas un enojoso incidente que el apego a la verdad nos obliga a revelar: bajo el secreto amparo del seudónimo, Jeremías osó, en más de una ocasión, presentar a certamen odas y elegías de su propia cosecha que procedió, como jurado único, a premiar sin el menor escrúpulo.
El alivio que producían estos efímeros interludios de gloria en su alma atribulada por la vulgaridad de la existencia de ``una aldea que se sueña ciudad'' (según el verso final de uno de sus más preciados sonetos a Guayama) no llegaba a compensar por aquella ``soledad inexpugnable del genio incomprendido'' (op. cit.), que era ya su segunda naturaleza. De los ``poetastros'' locales ni podía ni quería conseguir el apoyo. Una vez le había mostrado algunos versos a Felipe Dessús, quien había tenido los pantalones de aconsejarle que siguiera dedicándose al magisterio. Intentó, incluso, entablar correspondencia con quien en la segunda década del siglo XX ostentaba sin competencia el envidiado título de Poeta Nacional, enviándole un gigantesco paquete con las copias manuscritas de sus cincuentitrés poemarios. Ni una tarjeta de Navidad recibió del excelso Luis Lloréns Torres: sólo el cruel y silencioso retorno postal de sus Obras completas.
Si éstas no habían visto todavía la luz editorial, no era únicamente porque a Jeremías le indignara la idea de costear él mismo su publicación sino porque tampoco contaba con los recursos para hacerlo. A pesar de su soltería empedernida, las obligaciones familiares limitaban drásticamente sus gastos personales. La madre, doña Crucita Dávila (sin apóstrofo) viuda de Gómez, que mostraba poco o ningún interés en la carrera literaria de su único hijo varón, dependía totalmente, para el sustento de sus tres hijas, su hermana ``enferma de los nervios'' y el suyo propio, del muy modesto aunque elástico sueldo del poeta. La ausencia de editores solventes y prestigiosos en ``la ínsula bárbara'' (título de su poema épico en tres cantos) donde le había tocado reencarnar martillaba el último clavo mohoso en la cruz de su anonimato.
Así andaban los ánimos del ``Ruiseñor Brujo'' (seudónimo usado en los susodichos Juegos Florales que le desgraciaron para la posteridad) cuando leyó en el Puerto Rico Ilustrado un titular que lo estremeció de pies a cabeza:
POETA PERUANO EN TOURNE BORICUA
Con mano temblorosa, Jeremías acercó la página a sus gruesos lentes de culo de botella para registrar con avidez la asombrosa información. Al descubrir el ilustre nombre del bardo sudamericano cuya inminente visita anunciaba el artículo, su corazón latió desbocado. ¡Se trataba nada menos que del inmortal Cantor del Tequendama en persona! Con la generosidad de una deidad benévola que se manifiesta ante los ojos del más humilde de sus adoradores, José Santos Chocano se dignaría descender de sus alturas machupichescas sobre la arena de la oscura Antilla. Y lo más sensacional, lo más insólito de todo: ¡la gira incluiría, milagrosamente, a ``las provincias''! Con la pléyade de literati que todos los jueves y sábados se daban cita en las mesas cojas y pegajosas de La Vaquita Negra para dedicarse al autobombo y el escarnio ajeno, Guayama no habría de ser ciertamente la excepción. Jeremías sacó un lápiz rojo del bulto depositario de sus Obras completas y subrayó cuidadosamente la línea que fijaba la llegada a la capital para el 5 de noviembre de 1913, la fecha más crucial de su hasta entonces aburrida vida.
Más tarde, en la plaza, hablando con Felipe Dessús -quien, como ya se sabe, no era santo de su devoción- supo que los organizadores ni siquiera habían previsto la visita de Santos Chocano a la ``Ciudad Bruja''. Para poder gozar del privilegio de verlo, los culturosos sureños tendrían que trasladarse en carro público hasta el teatro La Perla de Ponce. Semejante iniquidad había desatado la furia de los poetas guayameses y ya se hacían diligencias para corregir tan afrentosa decisión. Esa misma noche, Jeremías redactó una carta de cinco páginas y la envió a dos periódicos de San Juan, sencillamente por si acaso. Ninguno la publicó.
De más está reseñar la desquiciante espera que consumió los días y las noches de Míster Gómez. Baste con señalar que jamás dos semanas transcurrieron más lentas y agónicas en la vida de nadie. Descargó su impaciencia sobre la página en blanco, llegando a retar el récord establecido por el propio Fénix. Hasta en medio de una clase, mientras los alumnos batallaban con alguna selección del Libro primero de Juan B. Huyke, colaba discretamente algunos versos en su cuaderno de planes. Fue así como compuso, la vísperaÊdel día cumbre, el primer cuarteto del ``Canto al Esperado'' -soneto en homenaje al autor de Fiat Lux-, que terminaría con grandes dificultades en su casa, exprimiéndole los últimos versos a su repentinamente estreñida imaginación después de las tres de la madrugada.
Y el 5 de noviembre, tal cual anunciado, por fin pisó suelo puertorriqueño el insigne pie peruano. Muy a su pesar, Jeremías se vio en la obligación de permanecer en Guayama. La histeria que se apoderó de la tía, doña Encarnación Dávila (sin apóstrofo), al saber que su sobrino único tenía la intención de marcharse a San Juan por unos días, influyó hasta cierto punto en el ánimo del poeta. Pero, en honor a la verdad, el disgusto que le provocaban las adulaciones de los lambeojos que seguramente correrían detrás de Santos Chocano a toda hora del día y a través de toda la romería de tertulias y recitales que le tenían programados pesó mucho más gravemente en su decisión final. Más decoroso luciría, al fin y al cabo, en lugar de precipitarse hacia la capital, permitir que el bardo de Alma América viniera al encuentro del homólogo en su propia ciudad natal. Y aunque en la ``Villa del Guamaní'' no escaseaban tampoco los alzacolas, por lo menos quedarían sanas y salvas las apariencias y la dignidad.
En lo que el egregio visitante saltaba de casino en ateneo y de pueblo en pueblo repartiendo autógrafos, posando para fotos y haciendo declaraciones altisonantes del tipo: ``En Puerto Rico se da la más alta civilización de Hispanoamérica'', Jeremías languidecía contando los días que faltaban para el ansiado recital.
Trabajo le costó dominar la acuciante nerviosidad que le impedía concentrarse en la crucifixión de los disparates estudiantiles. En mala hora se le había ocurrido asignarles una composición sobre los poetas ilustres de Puerto Rico. Hasta el mismísimo Jorge Washington, santo patrón de la escuela, había caído en el ecléctico sancocho de su ignorancia.
No hay mal que por bien no venga, se repetía, acariciando las páginas del ejemplar tan esmeradamente recopiado por él y tan tajantemente rechazado por Lloréns Torres. Las Obras completas tenían otro destinatario como su autor otro destino. Y la magia de ese pensamiento hizo nacer otro soneto.
El 11 de noviembre cayó sábado. Jeremías estuvo el día entero preparándose para la magna velada. Había mandado a planchar su traje blanco de dril y a brillar sus zapatos de charol negro. Doña Crucita le había remendado muy hábilmente la chalina roja roída por las cucarachas. A fuerza de aceite de coco había logrado Míster Gómez domar su cabellera crespa y sus abundantes patillas. Y se había afeitado la sombra de la barba con tal vigor que sus mejillas mostraban ahora los vestigios del desastre. Por primera vez en mucho tiempo, silbaba alegremente al frotarse con alcoholado el lomo rebelde del cuello.
Su puntualidad obsesiva lo tenía listo una hora antes de lo previsto. Gracias a lo cual, pudo darse cuenta del terrible faux pas que había estado a punto de cometer: no había consignado aún una dedicatoria en el volumen que pensaba entregarle personalmente al creador de Los cantos del Pacífico. Sin sentarse, para no estrujar prematuramente el pantalón impecable, reflexionó un instante, mojó en tintaÊnegra la pluma de ganso que reservaba para las ocasiones especiales y, sonriendo satisfecho, improvisó un dístico que le pareció bastante ingenioso:
Al sublime Cantor del Tequendama
De su
colega, el Vate de Guayama.
Y garabateó su firma a través de la página, sin olvidar el elegante cuarto menguante del apóstrofo.
Finalmente, se contempló larga y críticamente en el espejo, aprobó el conjunto, ensayó una sonrisa comedida (entre lo cortés y lo blasé) y se sentó a esperar que fueran exactamente las siete menos diez para salir caminando sin prisa hacia la plaza.
``Joya de arte y acústica'', llama don Adolfo Porrata Doria, historiador de Guayama, al hoy desaparecido Teatro Bernardini. Construido a la imagen y semejanzaÊde un teatro europeo que nadie acierta hoy a identificar (La Scala de Milán, dicen unos; L'Opéra de París, alegan otros; y aun hay quienes invocan al Partenón sacrosanto), era el símbolo del refinamiento y la sede de todo acontecimiento trascendental en la vida social de Guayama. Y allí, por supuesto, estaba congregada esa noche la flor y nata de la intelectualidad sureña, incluyendo delegaciones de pueblos tan cercanos como Arroyo y tan lejanos como Maunabo.
Por retardar hasta el último momento su entrada, Jeremías, que tanto detestaba el tumulto, tuvo que atravesar el vestíbulo a empujones con su inseparable bulto a cuestas. Damas y caballeros emperifolladísimos, que no se veían sino en las bodas y los funerales, habían abandonado la paz de sus balcones para lanzarse al Maelstrm de los noveleros que, en pos de un tema de conversación, hacían reventar el teatro.
Igualmente atiborrados de espectadores estaban la platea y los palcos. Tras mucho estirar el cuello desde el pasillo para tratar de localizar una butaca vacía, oyó una voz que susurraba desde la penúltima fila:
-Míster Gómez, pssst... Míster Gómez...
Buscó, molesto, al autor del susurro que osaba descubrir su plebeyo nom de guerre y su mirada airada recayó sobre un muchacho que mostraba con el dedo un asiento justo detrás del suyo. Reconoció al joven Palés Matos, versificador diletante que había tenido la suprema audacia de asistir, en compañía de un alumno de la Washington, a una reunión del Parnaso Juvenil para luego abandonar el aula antes de que el maestro despachara. Aun así, por temor a tener que permanecer de pie durante toda la velada, aceptó la invitación y fue a sentarse -con cara de palo y nalgas de piedra- en la última fila, colocando cuidadosamente entre sus piernas el bulto sagrado.
El público hervía de entusiasmo. Aplausos repetidos y hasta algunos pitos (de mal gusto, según Jeremías) reclamaban el comienzo de la soirée. Se rumoraba que el insigne andino ya se hallaba tras bastidores y que había entrado subrepticiamente por la salida de emergencia. Jeremías se movía, incómodo, en la butaca, tratando en vano de alejar su codo inmaculado del de la señora del perfume barato arrellanada a su lado. Palés Matos volteó la cabeza hacia detrás en un par de ocasiones, murmuró algo al oído de su compinche y ambos se unieron en una franca carcajada. El Vate de Guayama tuvo que sobreponerse a la extrema susceptibilidad que era su talón de Aquiles para seguir padeciendo la tortura de aquella espera prolongada.
De pronto, subió el telón, develando un semicírculo de sillas vacías alrededor de un atril decorado con un gran lazo azul celeste. En seguida desfilaron -desde ambos lados del escenario- para ocupar las mentadas sillas, toda una pléyade de luminarias literarias: Balbás Capó, Hernández López, Cautiño Insúa, Mestre, Lefevre, Dessús, Cervoni Gely y el propio dueño del teatro, Bernardini de la Huerta. Soplapotes amantes del figureo, pensó, indignado, Jeremías mientras buscaba un hueco entre las cabezas para infiltrar su torva mirada.
Aún quedaban tres sillas sin jinete, una a cada lado del semicírculo, y en el centro, otra, de espaldar alto terminado en cabeza de león rugiente, que tenía todo el imponente aspecto de un trono. Los aplausos se tornaron delirantes cuando hicieron su entrada triunfal, con las debidas pausas para que cada uno pudiera ser debidamente ovacionado: don Vicente Palés Anés, don Luis Lloréns Torres y don José Santos Chocano. La felicidad inefable de poder posar ojos en la forma mortal del ``Esperado'' se le amargó bastante con el buche del rencor que experimentó Jeremías ante la presencia imprevista de Lloréns Torres. El público, sin embargo, aclamó al Trovador de Collores casi más que al peruano, quien fue a reinar muy circunspectamente en el trono que le correspondía.
Y fue Lloréns quien abrió el acto con su soneto ``Guayama'', de cuya calidad opinó -un tanto prejuiciadamente- el ``Ruiseñor Brujo'' que se trataba de una verdadera ofensa estética a su patria chica. La concurrencia, obviamente, no compartió este severo parecer y, para desgracia de Jeremías, hasta pidió un bis, a lo que accedió sonriente el poeta.
Don Vicente Palés Anés -padre, dicho sea de paso, del joven que le había conseguido asiento a Míster Gómez- tenía a su cargo la salutación oficial de los guayameses al artífice de El alma de Voltaire. Jeremías apretó los dientes y se preparó para el embate del prosaísmo más abyecto. Emocionada hasta la gaguera, la voz trémula de don Vicente declamó entonces:
En estas horas de que tú eres dueño
Sé que es
justo silencio se demande:
Pues es bien torpe y desmedrado
empeño
Hablar en verso al que en verso es grande.
Poco le faltó a Jeremías para llevarse las manos a los oídos. Sus bufidos de rabia se sucedieron tan espontáneamente, que su vecina le dirigió una agria mirada de reproche, procediendo a enterrarle el codo en las costillas. Si el joven Palés Matos escuchó las descorteses reacciones del fundador del Parnaso Juvenil es algo que jamás se sabrá. Lo cierto es que ni se dio por aludido y siguió atento al soneto de su padre, quien ahora tildaba a Santos Chocano de ``cóndor colosal del Ande'' y a sí mismo de ``pájaro mosca del jardín isleño'', para la gran hilaridad de Jeremías.
Una ovación atronadora cerró la intervención de don Vicente y precedió el discurso de bienvenida de Bernardini y la inevitable semblanza del poeta, que leyó Balbás. Incontables aplausos más tarde, llegó por fin el turno del homenajeado. Jeremías respiró aliviado y volvió a reclamar, de un codazo, el brazo de la butaca.
José Santos Chocano expresó su agradecimiento por las alabanzas de las que ``tan inmerecidamente'' había sido objeto y, habiendo pronunciado algunas citas citables en torno a las bellezas naturales de Guayama, la proverbial hospitalidad de los puertorriqueños y la hermosura legendaria de sus mujeres, dedicó su poema ``Playa tropical'', escrito durante su estadía en la isla, ``a todas las encantadoras damitas presentes''. Huelga decir que tal dedicatoria hizo correr una corrienteÊde placer entre las paredes del teatro. Hasta Jeremías sintió aflorar una sonrisa. El alborozo general tomaba proporciones espasmódicas cuando se escuchó la estrofa más atrevida, que hizo sonrojar a algunas señoras, abrir los ojos a algunas señoritas e intercambiar miradas desconcertadas a esposos y novios:
Oh, qué ganas tenía, Madre Naturaleza.
De
correr por las playas y reír y cantar
Y sentir este impulso de
vivir la belleza
Y arrancarme las ropas y lanzarme en el
mar
Pero como la mayoría aplaudía a rabiar cada sílaba que caía de los labios del poeta, la calma volvió a instalarse en las mentes malpensadas y la melodía mesmerizante del acento peruano a cautivar los oídos suspicaces. La obertura de ``Tarde antillana'' levantó un suspiro colectivo:
En el verdor espeso de los cañaverales
La
tarde se pasea como convaleciente.
Jeremías cerró los ojos, aliviado por el bálsamo de la verdadera poesía.
La velada tocaba casi a su fin. De repente, henchido de orgullo regional y enardecido por el lirismo del ambiente, alguien hizo una petición que todos respaldaron a viva voz: que Palés Anés recitara un fragmento de ``El cementerio''. El público, que había recogido con brío la consigna, animó al poeta con un largo aplauso. Don Vicente abandonó su silla, conmovido, y llegó hasta el atril. Dijo unas palabras de agradecimiento y, sin hacerse rogar más, entregó los lúgubres versos de su obra máxima:
¡El cementerio! el tenebroso asilo
En donde
el hombre en polvo se derrumba
Donde duerme tranquilo
Con el
pesado sueño de la tumba...
Con la intención de apostarse en la puerta trasera del teatro para interceptar la salida de Santos Chocano, Jeremías agarró su bulto y empezó a levantarse. Su vecina volvió a castigarlo con una mirada acuchillante. l murmuró un desganado ``con permiso'' para abrirse paso y ya se deslizaba fila abajo cuando algo, tal vez el bordoneo alarmado del público o el hilo quebrado de la voz del declamador, lo hizo mirar hacia el escenario.
El semblante de Don Vicente lucía muy pálido. Sus manos, que batían el aire como aspas en ampulosos ademanes, se aferraban ahora al atril en busca de sostén. Aun así, continuaba recitando:
..Es la ciudad augusta de la muerte.
La final
etapa del camino,
La postrer emboscada de la suerte,
El último
sarcasmo del destino.
Con un gesto de dolor, alzó la mano en saludo a la audiencia y se movió lentamente hacia la silla. Antes de que pudiera alcanzarla, las piernas lo traicionaron y se desplomó en los brazos de los colegas que, al percatarse de su malestar, ya se habían levantado para socorrerlo.
La gente se había puesto de pie. Algunos vociferaban su alarma. Otros permanecían mudos ante la escena que acababan de presenciar. Jeremías tuvo que dar un vigoroso empujón para poder avanzar hasta el pasillo. Desde allí vio al joven Palés, atrapado en la multitud, tratando en vano de llegar hasta el proscenio, donde Lloréns Torres anunciaba oficialmente que don Vicente se hallaba indispuesto y le rogaba al público que mantuviera la calma.
En el vestíbulo se habían amontonado los curiosos que no habían logrado ganar acceso a la sala. Jeremías alzaba el bulto sobre su cabeza en loco intento por adelantar algunos pasos. Presa de la desesperación, presentía la imposibilidad del ansiado encuentro y eso bastaba para renovar sus fuerzas. Atropellando a cuantos tuvieron la desgracia de estar en su camino, salió a tropezones del teatro. Miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie lo estuviera viendo y echó a correr sin pudor por la calle Derkes hacia la Baldorioty.
No bien divisó, con la respiración entrecortada, la parte posterior del teatro, redujo la velocidad para recuperar la compostura. Tuvo la mala idea de pasarse la mano por el cabello aceitoso y fue preciso detenerse a limpiársela con el pañuelo que doña Crucita le había metido a última hora en el bolsillo.
El tropel se había desbordado en la calle y una línea enorme se extendía desde ella hasta el balcón del licenciado Bernardini de la Huerta, a donde habían trasladado al pobre don Vicente. Jeremías buscó intranquilo el rostro indio del peruano entre el gentío. Estando a punto de perder las esperanzas, se le ocurrió que el poeta podía encontrarse aún detenido por sus admiradores, en el teatro. Y ya se apresuraba hacia la puerta trasera del edificio cuando Felipe Dessús le salió al paso.
-Lo tienen en casa de Don Tomás -dijo Dessús, pensando que el maestro andaba a la caza de noticias frescas.
-Sí, sí, ya sé -dijo Jeremías, disimulando apenas su impaciencia -. ¿Y el poeta, dónde está el poeta?
Dessús lo miró a los ojos y, regalándole una sonrisita maliciosa, ripostó:
-Poetas es lo que sobra en este pueblo, Míster Gómez. ¿A cuál de ellos se refiere?
Sosteniéndole la mirada, Jeremías disparó a quemarropa:
-Al único merecedor del nombre: el invitado.
Dessús iba a seguir de largo. Pero, quién sabe por qué razón secreta, prefirió contestar, con un frío glacial en la mirada:
-Si de veras lo es, supongo que estará donde debe estar: al lado del enfermo.
En ese preciso instante, salió al balcón el dueño del teatro para anunciar con los ojos aguados:
-Señores y señoras, don Vicente Palés Anés ha muerto.