La Jornada Semanal, 19 de abril de 1998
Nosotros: los dibujos animados
Mickey Mouse ha cumplido setenta años. Después de una juventud de tiras cómicas y una primera madurez de dibujos animados, encontró su vocación como emblema corporativo. En tiempos heráldicos sólo las bestias mitológicas o las fieras rampantes aspiraban a decorar escudos de armas. En el siglo de las caricaturas (donde el correcaminos superó al coyote) no es extraño que el Reino de la Fantasía tenga por logotipo a un roedor de manos enguantadas. Como la estrella de Mercedes o el doble arco de McDonald's, Mickey es una marca registrada. A estas alturas de su consolidación empresarial, sería un pavoroso error de reparto incluirlo en una película. El anfitrión del emporio Disney no puede rebajarse a tener historias; es el talismán que convalida las transacciones de un territorio donde sólo hay transacciones. Cuando una tormenta tropical se abate sobre Disney World, los visitantes compran impermeables amarillos. ``Nunca me había sentido tan ridículo'', comentaÊun padre que parecería un bombero errante de no ser por el ratón tutelar adherido a su espalda. ``¿¡Le dices ridículo a Mickey!?'', protesta un hijo que conoceÊel valor de los símbolos. ``Mickey es un ratón limpio'', explicó Walt Disney, lo cual no significa que esté dispuesto a lavarse las orejas. Es impoluto porque no necesita la mancha de una personalidad; es estupendo porque sí. La repetición de su imagen cancela cualquier argumento ajeno a la estadística: Mickey sonríe desde el cielo provisional de millones de camisetas.
La utopía tiene el defecto de no existir, y en 1955 Disney ideó la segunda mejor opción del utopista: levantar un falansterio superior a la realidad. La heterotopia del ratón limpio es un presente eterno, donde los pasados y los futuros se incorporan en miniatura y donde la geografía se decide a voluntad. Del Amazonas pasas a un baluarte pirata o a los ruidosos cohetes del porvenir. No hay opciones para el deterioro o el uso inmoderado, entre otras cosas porque nadie vive ahí. En Semana Santa, 100 mil personas recorren Disney World; cada una de ellas recibe pasaporte de ciudadanía y cada una está de paso. En esta metrópoli que odia lo sedentario, incluso la noción de ``visitante'' es exagerada; sólo recibe pasajeros: el espectáculo y el traslado son una y la misma cosa.
En las excursiones infantiles nada es tan divertido como el viaje en autobús. ``Aunque vayan al paraíso, lo que más les gusta es el camión'', comenta la mayor experta en niños que conozco. Disney industrializó este principio. Su ciudad mágica obedece a la lógica del desplazamiento y sus tres hoteles están enlazados por un monorriel: el vértigo mecánico comienza en el lobby. En consecuencia, el principal motivo de tensión es la espera. Buena parte del día se va en hacer colas de hora y media. Como las familias se sienten obligadas a ser felices el día entero, sufren severas crisis emocionales en el largo preludio al juego que durará unos minutos. Purgatorios de la frustración en un sitio que pide ser recorrido, las colas provocan toda clase de psicodramas. Las parejas están a punto de separarse, los niños descubren que una paleta puede ser tan eficaz como los instrumentos del doctor Mengele, alguien vomita, una argentina grita con potencia impía: ``¡vení, nene, vení!''. En ese trance de sudor y manitas desconocidas que embarran pulpas dulces en el calcetín, los padres se sienten héroes de la voluntad. Han hecho todo eso por sus hijos, son capaces de sufrir en silencio junto al vástago que sufre estruendosamente y que después de la caída libre querrá volver a hacer la cola. La entregaÊes tal que parece anticipar un futuro compensatorio y malsano; después de cinco días en Orlando, mamá podría pasar un fin de semana con Lorenzo Lamas y papá con Sharon Stone sin que eso calificara como infidelidad.
Obviamente, las pausas sólo contribuyen a realizar el movimiento. El edén del hombre detenido son los funiculares y los vagones que lo circundan. En Disney World, lo único local es la mecánica, la ciudad-transporte, sin otro destino que ella misma. Los 26 empleados no califican como lugareños; en primer lugar, porque juegan a estar ahí (los hombres de camisa guinda son espectadores de los espectadores), y en segundo, porque casi todos trabajan de noche, aspirando palomitas o supervisando rayos láser para que el sitio amanezca en perpetuo estado de presente. En los estudios MGM, una cafetería de los años cincuenta incluye meseros que ponen en escena la dudosa psicología de entonces: si un niño se niega a comer, lo amarran a la mesa y le embarran cucharadas. La realidad se transforma en un programa de televisión; nadie puede culpar de crueldad al mesero porque está actuando; es emisario de una época cuya mayor virtud es que ya no existe.
Mickey no puede ser ridículo por la sencilla razón de que todo lo humano le es ajeno. Aunque presta sus orejas al consumo, su significado cultural es más profundo; representa el grado cero de la diversión, el ocio absoluto, el nirvana donde la acción individual es ya imposible, la urbe donde sólo hay espectadores, donde podemos convertirnos, al fin, en dibujos animados.