Este año se celebra el centenario del poeta puertorriqueño Luis Palés Matos, iniciador de la poesía negra de las Antillas. Nacido en Guayama, pasó gran parte de su vida en San Juan y dedicó su tiempo, casi por entero, a la poesía, a la redacción de una novela que dejó inconclusa, a la publicación de revistas literarias y al cumplimiento de sus tareas de poeta residente de la Universidad de Puerto Rico. La voz de Palés recoge los ritmos y las formas expresivas de las islas del barlovento y el sotavento antillano por las que circulan el español, el inglés, el patois y el papiamento, esa especie de esperanto formado con palabras del inglés, francés, holandés, español y dos lenguas africanas, y aupado en la estructura gramatical del portugués de América. Las culturas afroamericanas encontraron sus poetizadores en Vachel Lindsay, Claude McKay y Langston Hughes, y el Caribe africano tuvo su primer poeta lírico en Luis Palés Matos. Posteriormente, Nicolás Guillén, Aimé Césaire, Carpentier y Walcott, entre otros, continuarían la obra de Palés y profundizarían en sus hallazgos. Hace unos días nos reunimos casi todos los palesianos en San Juan Bautista de Borinquen para hablar de nuestro poeta, uno de los mayores de la lengua castellana. En este número del suplemento entregamos a nuestros lectores algunos de los trabajos leídos en este encuentro, así como varios poemas de las distintas vertientes de su obra. Durante estos homenajes y relecturas de un poeta insuficientemente conocido en el ámbito de nuestra lengua y en los registros de la poesía universal, recordamos a Lola Rodríguez de Tió, compañera de la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda; a Lloréns Torres, poeta del mundo jíbaro, a Corretjer, Julia de Burgos, Clara Lair, Rivera Chevremont, Ramos Otero y otros escritores del amplio canon puertorriqueño. Pensamos, además, en los españoles que encontraron en la isla un refugio y un recomienzo, especialmente Juan Ramón Jiménez y Pedro Salinas. Por las noches escuchamos la música de los compositores como Rafael Hernández, Pedro Flores (su ``Amor perdido'' se convirtió en un segundo himno para los mexicanos), Bobby Capó (su blues ``Juguete'' cantado por Cheo Feliciano es uno de los momentos de erotismo desesperanzado de la música antillana), y llevados por Luis Rafael Sánchez comprendimos ``La importancia de llamarse Daniel Santos''. Cuando el avión se alejaba del aeropuerto Luis Muñoz Marín, persistía en nuestros oídos la voz de Palés Matos:
Por la encendida calle antillana
va Tembandumba de la Quimbamba.
Flor de Tortóla, rosa de Uganda,
por ti crepitan bombas y bámbulas,
por ti en calendas desenfrenadas
quema la Antilla su sangre ñáñiga.
Haití te ofrece su s calabazas;
fogosos rones te da Jamaica;
Cuba te dice: ¡dale, mulata!
Y Puerto Rico: ¡melao, melamba!
Sobre el ruido de los motores prevalecieron los ritmos de la ``plena'' mulata y de la globalizada salsa. Las nubes cubrieron los perfiles de las playas, la isla navegaba en el Caribe y a los pasajeros nos esperaban Miami y sus laberínticos sistemas de control aduanal y migratorio. Abrí un libro de cuentos de Luis Rafael Sánchez y me puse a leer ``La guagua aérea''. En ella, los boricuas viajan rumbo a Nueva York, y, en pleno vuelo, se enfrentan a la rígida y organizada visión del mundo de los anglosajones. El choque cultural culmina con la escapatoria de dos orondos ``jueyes'' (jaibas) y la amenaza de sus caribeñas pinzas provocando el temor y el escándalo de azafatas y pilotos.
H. G. V.
|
No recuerdo el año, pero corrían los cincuenta y debo haber tenido unos 14 años cuando entré, con mi hermana, a clases de pintura con Robin Bond. El primer día lo que me llamó la atención en el taller no fue lo que vi, sino lo que oí. Bond había puesto un disco, hasta entonces desconocido por mí, pero destinado a alcanzar enorme celebridad: Glenn Gould tocando las Variaciones Goldberg, de Bach. Me impresionó. Qué manera de tocar, rapidísimo; desde luego, fue lo que lo hizo famoso, pero cada nota perfectamente aislada en su intención y claridad. Parecía cristal sonoro. De Robin Bond se decía que había sido profesor en Sumerhill, la legendaria escuela activa. No era mi primer maestro de pintura. De niño había ido a clases, con mi mamá, al taller de Gemma Tacogna, norteamericana. A Gemma le guardo fervorosa gratitud porque, entre otras cosas, me enseñó a apreciar el arte moderno. Recuerdo con nitidez el día que, en el taller de Franck González, al que ella me había llevado, quedé fascinado y traspasado de placer ante un dibujo, elegantísimo y lleno de vida, del gran Jackson Pollock. Pero las Variaciones Goldberg y el taller de Bond vuelven a mi recuerdo. Glenn Gould las había grabado en junio de 1955, su primer disco para la firma Columbia, a los 22 años. Pasaron los años, el joven maestro canadiense alcanzó fama universal, y se volvió medio loco. En mayo de 1981, volvió a las Variaciones, o diferencias, como también se decía, que lo habían hecho famoso, y volvió a grabarlas. Los resultados son muy diferentes. En la segunda versión Gould es más reposado y sabio, y había hecho ``el descubrimiento de la lentitud''. Baste decir que en su primera grabación las Variaciones duran 51 minutos 15 segundos. Veintiséis años de práctica obsesiva dieron 13 minutos de diferencia. No fui a clases con Bond por distraerme o por ocioso; ya conté que originalmente quería ser pintor. Y me desvié, por arrebatado y menso, yo no sé; no lo he podido entender. Pero el anhelo no murió; ahí estaba, agazapado. Yo quería ser pintor. Ahora ya no quiero, porque ahora, en mi modesta medida, ya soy pintor. Todas las tardes, cuando van a dar las 4, salgo animoso de mi casa y voceo: -Si algo se ofrece, estoy en el taller. Lo que pomposamente llamo ``el taller'' es un cuarto en la planta baja de la casa de Javier Muñoz, en San çngel, muy cerca de donde yo vivo. La generosidad de mi amigo Javier Muñoz es extrema, pronta y ciega, y me lo presta para pintar, caballete incluido. Me siento orgulloso de la simplicidad que ha alcanzado mi vida: en las mañanas, qué remedio, escribo; en las tardes, pinto cuadros. Antes en las tardes montaba obras de teatro, ahora no. Si a Glenn Gould le llevó 26 años añadirle 13 minutos a las Goldberg, a mí me llevó casi 40 ponerme a pintar. No comparo, desde luego; es peligroso: Thomas Bernhard escribió una novela, El malogrado, se llama, amarga y al mismo tiempo regocijante, como todo lo suyo, sobre dos pianistas que abandonan el arte porque tienen la desgracia de tener de condiscípulo a Glenn Gould y comprueban que no están a su altura, que el ángel que reparte los dones musicales no los tocó a ellos con la obsesiva genialidad del canadiense. Cuando llego al taller, entro como el verso de Díaz Mirón: Dejando con los eunucos los coturnos a la puerta. Sin vanidad. Porque pintar sería una actividad perfecta si no fuera por un pequeño detalle: es preciso considerar el mérito de los cuadros que pintas. Ya que, por gimnástico y libre que sea tu ejercicio, ciertamente intentas pintar buenos cuadros. Y pintar es fácil, pero pintar buenos cuadros es casi imposible. Y ahí comienza la tortura. Pero yo no me torturo. Tomo las cosas con espíritu deportivo, me concentro en el quehacer y pinto de pie, muy aprisa, con aplomo y seguridad. Sin vanidad ni martirios. Gould, que siempre fue un iconoclasta, nos dice a los que las 30 variaciones tocadas por él nos parecen 30 deliciosas miniaturas colmadas de perfección: ``es un trabajo muy sobrevendido. Hay en las Goldberg algunos de los mejores momentos de Bach, lo que es de veras decir mucho, pero hay también de los más tontos. Como pieza, como concepto, no creo que realmente funcione mucho''. Hay que enfriar la cosa. Como Buñuel que, interrogado por Max Aub acerca de por qué había hecho su primera película, respondió: -No sé, no sé, por hacer algo, por ganar algo de dinero. Así, tranquilo, sin grandilocuencias, ese es el espíritu de la verdadera libertad.
Limpiar los cielos
En su libro Information Warfare, Winn Schwartau (Thunder Mouth Press, Nueva York, 1994) narra un episodio en el que un piloto y dos agentes antinarcóticos de la DEA detectan a un avión DC-3 sin matrícula (lleva el radiofaro de respuesta apagado, por lo que no puedeÊser identificado por los radares) volando sobre el mar Caribe. Después de intentar llamar la atención del piloto por varios métodos, los agentes de la DEA tratan de obligarlo a aterrizar para identificarse. El piloto del DC-3 se niega. Los agentes le advierten que de no cumplir tomarán medidas drásticas. ``No hubo sonido ni balas ni misiles. Tan sólo un disparo de energía invisible disparado contra el avión'', escribe Schwartau, con cierto sadismo. El primer impulso electrónico dejó al DC-3 sin radio. Como el avión no se rindió, hubo un segundo ``disparo'', esta vez fatal. Los motores comenzaron a fallar, las hélices se detuvieron y el DC-3 comenzó a caer. ``¿Ficción, una historia real? Quizá, quizá no'', apunta el experto en seguridad electrónica. Debido a que está prohibido derribar aviones civiles sobre aguas internacionales, el ejército estadunidense y algunas agencias han optado por utilizar la tecnología HERF (High Energy Radio Frecuency/Frecuencia de Radio de Alta Energía) o HIRF (High Intensity Radio Fields/ Campos de Radio de Alta Intensidad), que es el uso de señales de radio disparadas contra un blanco con el fin de neutralizar, incapacitar y eventualmente liquidar todoÊtipo de equipo electromagnético de una nave.
Favor de no encender aparatos durante el despegue ni el aterrizaje
Al inicio de todos los vuelos civiles en el mundo entero se instruye a los pasajeros respecto de los aparatos electrónicos que se pueden usar en el avión, y se enfatiza que ninguno de ellos puede estar encendido durante el despegue y el aterrizaje. Los circuitos electrónicos son sensibles a la interferencia provocada por los campos magnéticos. La energía radiada por computadoras portátiles, radios, teléfonos celulares y demás es muy pequeña, pero puede llegar hasta las antenas que están en el cuerpo exterior del avión y causar una interferencia que puede confundir al compás en relación con la dirección o distancia del avión respecto a una referencia. Estas señales indeseables, aun siendo muy pequeñas, pueden convertirse en instrucciones falsas (como movimientos de los alerones, corte en el suministro de gasolina, apagado de luces); de ser más fuertes, pueden producir daño (por ejemplo, quemar circuitos); y de ser aún mayores, pueden causar chispas eléctricas. Así como la interferencia puede venir del interior del avión, también puede venir del exterior, tanto de fuentes fijas (transmisores de radio, radares, etcétera), como móviles (otros aviones y embarcaciones). Mientras las primeras pueden ser localizadas en mapas y de esa forma ser evadidas, las segundas representan un peligro más impredecible.
La envoltura virtual
En su artículo ``The Fall of TWA 800: The Possibility of Electromagnetic Interference'' (The New York Review of Books, 9 de abril de 1998), Elaine Scarry escribe que ``la interferencia del equipo militar puede ser miles, incluso millones de veces más grande [que las fuentes mencionadas antes] y puede tener consecuencias mucho más graves para los aviones en vuelo''. La noche del 17 de julio de 1996, cuando el vuelo 800 de TWA alcanzó los 4,110 metros, había 10 aviones y barcos militares en las cercanías. A pocos segundos de que comenzara la catástrofe del vuelo 800 (del momento en que la caja negra dejó de grabar), un Orion P3 de la Marina (con el radiofaro apagado) intersectó su longitud y latitud volando 1,890 metros por encima del jumbo. Abajo, a 900 metros sobre el nivel del mar y a unos 8 kilómetros al norte del lugar de la catástrofe, había un helicóptero Black Hawk (inicialmente se reportó que había dos; luego, sin explicación alguna se redujo el número a uno) y un avión HC-130. Muy cerca (se desconoce la localización), en el océano, estaba el guardacostas Adak; a unos 300 kilómetros había una embarcación del tipo Aegis (en un barco de este tipo se han montado aparatos de interferencia de hasta un millón de watts, capaces de afectar a 75 blancos simultáneamente), el USS Normandy. Asimismo, había tres submarinos (Trepang, Albuquerque y Wyoming), un avión de carga C-141 y un avión C-10 (la localización de éstos se desconoce) en la zona.
Otro misterio sin resolver
Hoy nadie sabe qué hizo que el vuelo 800 de TWA explotara en el aire. La investigación concluyó con la hipótesis de que una chispa de origen desconocido hizo explotar al tanque de gasolina. No obstante, hay numerosos testigos (incluso existen algunas misteriosas fotos) que vieron un objeto que parecía un misil. Scarry, sin utilizar el tono paranoico que caracteriza a las teorías conspiratorias ni especular más allá de lo que señalan las evidencias y la falta de información militar, propone en su artículo que, puesto que varias naves militares formaban una ``envoltura temporal'' (por arriba, por abajo, al norte y al sur) alrededor del avión, existe la posibilidad de que el jumbo que se dirigía a París haya sido víctima del efecto de la interferencia electromagnética creada accidental o deliberadamente por naves bélicas.
Naief Yehya
|