Hace algunos años nos preguntamos, ¿el cine iraní seguirá siendo inasible, o mejor sería decir, invisible? Hoy, El sabor de la cereza, de Abbas Kiarostami (Teherán, 1940) programada en la XXXI Muestra Internacional de Cine, nos conduce a la lejana Persia, y a su desconocida cinematografía ¿Desconocida? Sólo durante el doceavo Festival de tres continentes celebrado en Nantes, Francia, en 1990, se mostró a Occidente una sucinta historia de cine iraní. En esa ocasión, los asistentes al festival pudieron ver que el primer filme realizado por un operador persa --Ebrahim Akkasbashi-- recreaba una batalla de flores escenificada en Ostende, Holanda, el 18 de agosto de 1900.
Sin embargo y a pesar de esos floridos inicios, el primer salón de cine no abrió sus puertas hasta 1907, luego de vencer la fuerte oposición religiosa. En 1924, una vez que los cineastas estadunidenses Schoedsack y Cooper terminaron Grass, aquel impresionante documental sobre pastores y rebaños en Mesopotamia, el afrancesado Baba Motazedi recogió noticierilmente diversos incidentes históricos, entre otros, imágenes de la dinastía padjar y de la Asamblea Constituyente que entregó el poder a Reza Pahlevi.
Pasó el tiempo sin mayores agitaciones cinemáticas hasta 1930, cuando Avanes Ohanian --quien estudió cine en Moscú-- realiza el primer filme mudo de ficción Abi y Rabi; en seguida Ohanian estructuró una segunda comedia, también muda, Haji Aka estrella de cine. Será hasta después de la Segunda Guerra Mundial cuando en aquel país islámico se produzca el inicial filme de ficción hablado La tempestad de la existencia, de Mohammad Ali Daryabeygi, cuyo productor y camarógrafo Esmail Kushan será el constructor de los primeros estudios de cine en Teherán donde se produjeron una veintena de películas anuales hasta finales de la octava década, entre ellas, la excepcional Una noche en el infierno, comedia satírica poblada de diablos revoltosos capaces de perturbar a los monstruos que han devastado a la Tierra: Hitler, Gengis Khan y Frankestein.
Durante los años setenta y más allá de la producción comercial, aparece un auténtico cine de autor que a veces se acoge a la fábula alegórica de contenido social. Un ejemplo sería La bruja, de Arbi Ovanesian que aborda un conflicto de culturas y religiones (cristianos contra chiítas) en Armenia. En 1977 los fundamentalistas revolucionarios inician su embestida contra el sha y contra el cine. Las salas son quemadas; la producción se desploma. Después del triunfo de la revolución (febrero de 1979) comenzará para el cine iraní un calvario cuantitativo (sólo nueve filmes en 1982) y cualitativo, prohibiéndose, entre otras muchas cosas, tratar a profundidad a un personaje femenino, o comentar el conflicto con Irak.
Una vez terminados los problemas internos y con el extranjero, varios institutos (cine y televisión, desenvolvimiento intelectual) estimulan de nueva cuenta convulsivos filmes, como El chapucero, de Makhmalbaf, tres sketches acerca de la miseria y la desesperación, o como El ciclista del mismo autor que nos cuenta las vicisitudes de un refugiado afgano en búsqueda de una ayuda para aliviar a su mujer enferma, o como Sara de Sariusch Mehruji (Concha de Oro en el Festival Internacional de San Sebastián), o como El sabor de la cereza, Palma de Oro por Mejor Película, Cannes, Francia, 1997, que hoy engalana con su poética presencia la XXXI Muestra.