Cuando recientemente comparecí ante la Comisión Especial de la Cámara de Diputados que investiga los hechos de 1968, tenía gran curiosidad por observar la conducta de los legisladores priístas.
¿Cuál será su actitud?, me preguntaba. Al final, sólo uno de ellos se presentó a la reunión. Llegado su turno, para sorpresa mía y de los presentes, el representante priísta me lanzó esta única pregunta: ``Usted anduvo armado en 1968, ¿dónde obtuvo el arma?''. Yo quedé estupefacto: no sólo ante el carácter policiaco y la mala leche de la pregunta (la misma interrogante me la hicieron una y otra vez los militares que me torturaron en el Campo Militar No. 1 después de la matanza de Tlatelolco), sino ante su contenido implícito.
Invariablemente, los priístas se sienten afrentados cada vez que se evoca 1968. La actitud de los legisladores priístas en relación con los crímenes de 1968 ha sido sorprendentemente unánime... y negativa: obstaculizar la investigación, guardar silencio, oponerse a que la memoria del movimiento estudiantil y los crímenes perpetrados contra los estudiantes sea revivida, y solidarizarse con la explicación de los hechos criminales que se consumaron durante el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz. Ante la iniciativa de que se guardara luto nacional el 2 de octubre, la fracción del PRI -con el señor Núñez a la cabeza- se opuso enérgicamente y se apresuró a movilizar a sus cuadros para impedir que hubiera quórum durante la votación.
Hay una extraña y lamentable continuidad entre las conductas oficiales de 1968 y las actuales. Los políticos del PRI de hoy no actúan con independencia respecto a hechos que ocurrieron hace 30 años y que se han mantenido en la oscuridad; ni siquiera otorgan el beneficio de la duda. Su conducta es de cómplices. Se afanan por solapar a los criminales. La decisión de la Secretaría de Gobernación de negarse a conceder legitimidad a la comisión de diputados que investiga los hechos de 1968 confirma este punto de vista: de facto, el poder Ejecutivo, con este gesto, obstaculiza la búsqueda de la verdad.
Los argumentos de Gobernación para negarse a dar la información que los diputados solicitan son de una soberana torpeza: ¿quién puede impedir legalmente que una comisión de diputados, un grupo de académicos o cualquier ciudadano investigue algo que sucedió hace 30 (o, si se quiere, cien o mil) años? ¿Y con qué derecho, o con base en qué normas, una dependencia gubernamental puede negar información a una comisión de diputados o a cualquier ciudadano o grupo de ciudadanos que la solicite? ¿Dónde está la transparencia democrática?
Antes que transparencia, este comportamiento refleja la opacidad del sistema autocrático que prevalecía hace 30 años, y confirma que nada o poco ha cambiado en la esfera gobernante. ¿Qué encierran los archivos de Gobernación que no se pueda ventilar públicamente? ¿Qué se pretende ocultar? Un misterio rodea a este hermetismo. ¿Cómo impedir, en estas condiciones, las conjeturas? Habrá quien piense que tal vez hemos vivido en la impostura y hemos sido gobernados por un régimen policiaco que ha ocultado su verdadera naturaleza. Pareciera que al abrirse esos archivos, como sucedió en Alemania con la caída del Muro, se abrirá una Caja de Pandora de donde saldrán monstruosidades y crímenes hasta ahora inimaginables.
Lo cierto es que las ideas de apertura, flexibilidad, transparencia, que son rasgos propios de cualquier administración democrática, nada tienen que ver con la conducta de Gobernación. Pienso que, en realidad, mienten quienes nos dicen que Gustavo Díaz Ordaz está muerto; de hecho, está vivo y, de alguna manera, como estos hechos lo evidencian, nos sigue gobernando. Es verdad que en estos 30 años los mecanismos de constitución de la autoridad han cambiado -para bien, evidentemente-; lo que no ha cambiado, por lo que se ve, son las actitudes y valores de muchos de nuestros gobernantes.