La amnesia siempre ha sido una pócima magnífica. Quien la padece como enfermedad olvida sufrimientos, ignora tiempos pasados, y con frecuencia desconoce dolores presentes. Así se puede transitar largo tiempo: viviendo sin saber lo que sucede al lado o lo que acontece con uno mismo. No se es irresponsable porque no se sabe. Y no se es mudo porque nada se escuchó. Bajo el influjo de la amnesia, la cura no es siquiera necesaria: no existe corresponsabilidad. Y si nada acontece, las dudas, las preguntas y las incomodidades no tienen espacio. En el sentido de la amnesia individual, cuando se ha diagnosticado una patología que avale esa condición, podría decirse que no hay culpa ni delito qué perseguir. Si los descuidos son voluntarios o conscientes, será la ética de la persona o de la comunidad la que dicte quehaceres y obligaciones.
Asunto diferente es la amnesia colectiva. La de las sociedades, de las comunidades, la que a todos agrupa y que, en forma paradójica, participa también en la cotidianidad de la vida. En este siglo, lamentablemente, la desmemoria se ha convertido en una forma de amnesia autorizada, auspiciada y fomentada por diversos regímenes políticos. Ha sido no sólo perversa y constante, sino un nuevo mal pintado de incontables horrores e innumerables muertes. Bien podríamos llamar a este el siglo de la amnesia o la centuria de la historia resquebrajada. Un rápido repaso de algunos sucesos muestra que la historia sirve poco, pues las manos del hombre todo manipulan. Si inventamos la amnesia, ¿por qué no reescribir la historia?
En ese entramado, no hay duda de que los huecos de nuestra comunidad -olvido fabricado, inducido, adoctrinado- han sido uno de los instrumentos más poderosos con los que han contado los políticos. Lo sorprendente, sin embargo, no es la inteligencia de sus maquinarias propagandísticas, sino más bien la docilidad y la falta de voz, respuesta y opinión de las sociedades. En México, nuestra desmemoria ha sido también infinita. Al siglo mexicano, que incluye 20 millones de seres pobres, 20 millones sumidos en la miseria, incontables trabajadores migratorios, no pocos ahogados en el Río Bravo o asfixiados en vagones, así como demasiadas mentiras e inexactitudes gubernamentales, podríamos bautizarlo como la centuria del progreso desigual y del olvido selectivo.
Se requirió del movimiento zapatista para recordar que nuestra inconciencia abarca 500 años. Sin duda esa es una de las virtudes principales de aquellos que se sublevaron hace más de cuatro años: explicarnos que la amnesia sí tiene límites y que el olvido ni puede ser siempre desmemoria, ni siempre infinito. Quedan, para todos los que poco hablamos o mucho callamos, las conciencias empañadas, espinadas. ¿Cómo ha sido posible tanto silencio? ¿Cómo inventamos las distancias sin límites? Para quienes conocíamos algunas comunidades indígenas o determinados párrafos de los cinco últimos siglos de la historia, ¿dónde quedaron el dolor, la culpa, la razón? Bajo esa óptica, es imposible no preguntarse, ¿cuándo el mutismo nos transforma en cómplices?
En forma paralela a la trágica amnesia, cuya principal consecuencia ha sido ``no hacer'' e impedir que la acción tome forma, afortunadamente surgieron diversas corrientes humanas y filosóficas. Agrupaciones cuyo fin primordial fue darles voz a quienes carecen de ella, caras a quienes oligarquías y gobiernos han embozado perpetuamente, y movimiento a quienes el poder amputó y casi paralizó. Ese es otro de los logros del movimiento zapatista: haber desempolvado algunos alter ego anquilosados.
La suerte no hizo que la imagen del EZLN haya rebasado las fronteras y que en la actualidad cuente con grupos de apoyo en diversos países. Tampoco es el azar quien recluta observadores extranjeros preocupados por la condición de los indígenas chiapanecos, ni la ceguera la que conminó a José Saramago para incitarnos en favor de una insurrección moral.
El diagnóstico es claro: el problema fundamental de Chiapas es de orden ético, humano y por contagio, de uno mismo. Las precarias condiciones de vida de los indígenas aglutinaron a Organizaciones No Gubernamentales, nacionales y extranjeras, observadores independientes, diversos sectores de la sociedad civil e intelectuales. Es claro que sus voces no son en contra de México sino en favor de los indios y de la dignidad; no se busca dañar al país sino resarcir heridas que no han dejado de sangrar. Por eso, sorprende y estorba la xenofobia gubernamental.
(Texto leído el 20 de abril en el auditorio Che Guevara de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en el foro organizado por Luis Villoro).