La demolición de creencias, mitos y conceptos establecidos que viene ejecutando con singular energía la sociedad mexicana marca, con signos alentadores, la veloz transformación de su actualidad. Nada parece escapar a la zacapela. La impoluta y frágil soberanía ha pasado por las cuchillas del TLC con su irresistible impulso hacia la integración. La contratación de deuda externa, con sus condicionamientos normales, le ha mellado su mismo centro. Pero también lo hace el conflicto chiapaneco con su inevitable contenido internacionalista que irrumpe en poblados y enconos para cristalizar los deberes y derechos de ciudadanos del mundo a intervenir a pesar de atoradas legislaciones y prohibiciones localistas.
La justicia distributiva, descrita como el mandato dar a cada quien lo que le pertenece y lo que se ha ganado, se cambia, a golpes de protestas y luchas diarias, por el de dar o asignar según las necesidades, los medios y los imperativos de la fábrica total del país.
Los votos, por su parte, mermaron el autoritarismo y la supremacía de un partido que fue hegemónico hasta la impunidad para introducir equilibrios de poderes que han solidificado la democracia, rompen barreras y transparentan fraudes y tropelías para rescatar el estado de derecho pese a los dolores y quiebres que ello ocasiona. El grotesco espectáculo de gobernadores pleiteros (Villanueva y Madrazo) es una prueba de los efectos, por demás dramáticos, de los falsos honores afectados y las trampas encueradas ante la mirada general. La derecha va abandonando su visión de México como una nación en donde se quedó lo más fino y granado de una cultura iberoamericana, profundamente cristiana y que debe salvaguardarse a sí misma contra los embates de la civilización sajona, tecnocrática, mediocre y sectaria. Han tenido que aceptar el juicio y las intromisiones del exterior para abrir los cotos cerrados que protegían privilegios e impunidades de grupos, cofradías y personas. Pero a la izquierda recalcitrante y al nacionalismo revolucionario aislador, les ha impuesto una realidad que camina, con multitud de pies, hacia una integración abarcante con el anterior ogro perverso e incautador.
La soberanía así concebida, no se detiene a examinar sus afectaciones por el simple intercambio de mercancías o de anhelos y problemas de migrantes, sino que alcanza a la creación de cultura común, al accionar político bifurcado, la eficacia de la administración pública y las prácticas religiosas contagiadas por inquietudes similares. Así, la soberanía ha dejado de ser un concepto atado a un espacio, a un grupo humano específico, a una base histórica o jurídica que se plasma y agota en la comprensión constitucional del Estado, para abrirse a una realidad que se mira desde la corresponsabilidad y las multiformes visiones de la escala mundial.
La soberanía no puede seguir entendiéndose sólo como el conjunto de referencias propias y únicas para definir, frente a los demás, al ser estrictamente nacional, pues ella se ha fundido en un continuo intercambio de pareceres divergentes, oposiciones tajantes pero legítimas también, opiniones y consejos que hay necesidad de incorporar al quehacer cotidiano o las mismas reconvenciones internacionales por conductas desviadas. Se ha introducido, a fuerza de la convivencia obligada por el intercambio económico, por la circulación instantánea de las ideas, por las constantes violaciones a elementales derechos humanos, un agente disolvente de las antiguas seguridades y descripciones ya muy trilladas y obsoletas.
Las decisiones que antes competían sólo a los connacionales, a los mexicanos en este nuestro caso, ha dejado de ser un punto de confluencia obligado, un sedimento consensual para aceptar la injerencia o el complemento, la rectificación airada y hasta la condena cierta.
No importa que ello se concrete en aspectos financieros (bancos) donde tanta mezcolanza se observa entre acreedores y deudores, entre aportadores y receptores de capital o tecnologías; se ciña a los aspectos de derechos colectivos e individuales o se toque la formación de imágenes y vigilancia policiaca. Los reglamentos y parámetros para regular el intercambio comercial dentro de los grandes bloques son cosa cierta, común e implícita en la globalidad; pero las denuncias civiles y las críticas periodísticas, aunque molestas, forman también un escenario continuo donde ahora se habita.