Hermann Bellinghausen
Aquí el norte es muy grande

Lo que más odio de las esposas es que siempre creen que saben en qué estás pensando. La mía para eso es increíble, se pinta sola. Lo peor es que, después de tantos años, muchas veces es verdad, y odio tener que reconocerlo; cuando adivina me pongo a inventar chifladuras o me preparo un trago y otro para ella o le digo que cómo cree o que no me quiero pelear y cambio de tema.

Pero esta vez se voló la barda. Estábamos desayunando cuando dijo:

-Rubén, ya sé en qué estás pensando.

-En qué -dije distraídamente, pues sí estaba pensando en algo, y siempre le hago así para darle el avión, como dicen ustedes los jóvenes. Habráse visto tamaña pretensión: decirle a otra persona lo que está pensando. Y me dijo Arabela, así, de golpe, tranquilamente:

-Estás pensando en matarme.

Casi me atraganto con la papaya. Que qué, le dije. Como iba yo a estar pensando eso. Era de los caballos de la tarde, Serenata le llevaba delantera a Zafiro en las apuestas y eso me preocupaba casi tanto como a Figueroa. A él más porque es el entrenador de Zafiro y se lo estaban ninguneando para el Derby grande. ¿Pero matarla? Más convencido que otras veces, más bien asustado, le dije la frase habitual:

-Estás loca.

-No -me dijo-, eso quieres.

Soy un esposo normal. Y Arabela también es bastante normal. Fue guapa, y aunque nos falte poco para los 40 años de matrimonio, sigue guapa. Sé que eso no importa ahora, pero se lo digo para que usted entienda que Arabela todavía me gusta.

Ya ve cómo es eso de las parejas. En tanto tiempo uno pasa por todo: ganas de irse con otra, aburrimiento, accesos de frustración y demás. Pero no me quejo, me gusta lo que hago en el Hipódromo, Arabela cocina perfecto, nuestros hijos hicieron carrera y nuestras hijas no están divorciadas.

No niego que he tenido esas fantasías de que la gente se muere, como todo el mundo. Entre sueños y despierto la he imaginado muriendo muchas veces, de distintas formas. Una noche de tormenta que no llegaba de una visita a su hermana Laura me la figuré accidentada en el libramiento, y que se moría en la Cruz Roja. Otras veces se ahogaba, o le daba una enfermedad fulminante. Siempre eran imaginaciones que no me gustaban. Luego pensaba los velorios, los entierros, distintos en cada época de la vida, y cómo me daban el pésame y cómo salían esquelas en el periódico, los niños llorando y qué hacía.

¿Le parece morboso? Viera que no. A veces conocía una viuda, nos enamorábamos y entonces sentía un como alivio, una libertad de que se muriera Arabela, de la que rápido me arrepentía y no por sentimiento de culpa sino porque la verdad no, no quiero que se muera Arabela. ¿Y entonces eso de matarla?

Pero creo que usted todavía no entiende a qué me refiero. Después de tantos años, ella es inteligente, más que yo, ha desarrollado un poder sobre mí. Un poder bueno, de convicción. Así me ayudó a dejar de fumar cuando me vino la hipertensión. De la dieta también me convencí por ella. Consigue que me pelee, o me contente con alguien. Como la vez que mandé a volar a Figueroa por una chuequez que me hizo, juré que nunca más le iba a dirigir la palabra y Arabela me convenció de invitarlos a cenar, a Figueroa y Elena; acabamos haciendo las paces y ya ve, seguimos de socios.

¿Pero matarla? No sé si me entienda amigo, pero lo que ella quiere es que eso haga. La conozco, está convencida. ¿Me entiende? Y no quiero que me convenza, pero su poder es grande, y ya me estoy haciendo un viejo sin tanta resistencia. Ella va en serio. ¿Sabe qué encontré en el cajón de mi buró? Mejor no le digo, pero imagínese. Yo que de esas cosas no sé ni dónde se compran, y ella empieza a darme ideas.

Esta mañana tomé la decisión y me vine para la terminal, con esta maletita nada más, para llegar lejos antes de que me arrepienta. ¿Sabe? Aquí el norte es muy grande, hay mucho lugar para perderse.

La dejo protegida, la cuenta está a su nombre, y las escrituras de la casa. Nomás me traje los dólares.

Sin mucha explicación le avisé a Figueroa. No se les vaya a ocurrir avisar a Locatel y luego me anden buscando.

De Arabela, me faltó valor para despedirme. Si se quiere morir, que no se valga de mí. Que no me use. Si quiere que yo haga eso es que no me quiere, no me desearía que fuera un asesino, el suyo, imagínese; si me quisiera. Y si ya no me quiere, ¿qué hago aquí? Que se mate ella si quiere, pero si ya no me quiere, que no me use. Que no me use.