¿Existe alguna relación entre la contaminación ambiental y el crimen violento de las ciudades? El investigador Roger Masters supone que sí. Próximamente aparecerá en las librerías una obra de toxicología ambiental que contiene un polémico capítulo: Environmental Pollution, Neurotoxicity and Criminal Violence. En él, Masters, profesor del Dartmouth College, del estado de New Hempshire, presenta los resultados de un estudio en el que correlaciona contaminación y crimen, y lanza una arriesgada hipótesis: hay una asociación entre los índices de contaminación ambiental y los índices de criminalidad.
En su afán por entender por qué en Estados Unidos hay poblaciones con 100 crímenes violentos por cada 100 mil habitantes y otras de similar tamaño con más de 3 mil, Masters agotó todas las posibles correlaciones socioeconómicas y demográficas -pobreza, densidad poblacional, raza, desempleo, drogadicción, alcoholismo, expulsiones escolares, migración y otras- sin resultado alguno. Coligió que esa información no era suficiente para explicar la estadística criminal de homicidios, violaciones y atracos con violencia.
Al indagar sobre otras posibles causas encontró, como elemento distintivo entre los lugares con menor y mayor criminalidad, la poca o mucha contaminación ambiental. También halló vasta información científica sobre algunos tipos de contaminantes que alteran la fisiología humana y afectan algunos mecanismos de control nervioso, con lo que la conducta de los individuos se puede ver modificada.
En especial, se dedicó a estudiar el plomo y el manganeso, metales tóxicos que abundan como residuos de procesos industriales y que afectan las funciones nerviosas. Grosso modo, los altos niveles de plomo dañan las células gliales, encargadas de asear el cerebro de sustancias indeseables, y los altos niveles de manganeso reducen la habilidad del cerebro para emplear la serotonina y la dopamina, neurotransmisores asociados a los impulsos conductuales.
Según Masters, cuando el cuerpo humano absorbe estos dos contaminantes, producidos por fundidoras, plantas químicas, gasolinas con plomo, sistemas de agua entubada y otras fuentes, hay una sinergia y la habilidad del cerebro para bloquear las respuestas violentas se inhibe.
Sus primeras aproximaciones las realizó en prisioneros, y encontró que los criminales violentos tenían más plomo y manganeso en el cuerpo que los criminales no violentos. Otros estudios han revelado que niños problema en edad escolar tienen mayor cantidad de plomo que los niños no-problema.
Para probar lo que él llama la ``hipótesis de la neurotoxicidad del crimen violento'', analizó el inventario de emisiones tóxicas (TRI) de los condados estadunidenses que la Agencia de Control Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés) tiene registrados, y comparó los niveles de emisión de plomo y manganeso con las tasas de criminalidad reportadas en las estadísticas del crimen que lleva la Oficina Federal de Investigación (FBI). Su conclusión fue que los condados contaminados con altas cantidades de esos metales tóxicos tienen tasas de criminalidad 300 por ciento encima de la tasa nacional. Finalmente, Masters asegura que los índices de contaminación son tan buenos predictores de la criminalidad como la pobreza.
Si bien se ha demostrado de qué manera ciertos metales tóxicos y sustancias peligrosas afectan al organismo, definir en qué grado la contaminación incrementa las tasas de criminalidad todavía representa un largo camino por recorrer.
Aún más: la fortaleza de los contaminadores está en que, si bien pueden ser objeto de vigilancia y control respecto a lo que arrojan al ambiente, es sumamente difícil, costoso y legalmente utópico vincular sus contaminaciones con algún efecto sobre la salud pública, máxime si se trata de la conducta humana.