Este 2 de mayo se celebra, por vigesimoquinta ocasión, el Día de la Astronomía. Teniendo como origen la iniciativa de Doug Berger, de la Asociación Astronómica del Norte de California, en Estados Unidos, el Día de la Astronomía se implantó como una fecha en la que esta ciencia fuese llevada al alcance de cualquier persona, mediante actividades como conferencias, observaciones públicas y exposiciones.
En el transcurso de los años, el acto ha pasado de nacional a internacional, con una fuerte participación de universidades, institutos astronómicos y el entusiasmo de grupos de aficionados. En nuestro país son escasas las noticias de actividades en torno de esa fecha, que normalmente se selecciona cada año entre abril y mayo, en un sábado próximo al primer cuarto lunar. Se pretende que la Luna esté presente como objeto de observación y que haya alta probabilidad de cielo despejado.
Dentro del muy nutrido listado de celebraciones del ``Día de... algo'' con que contamos en nuestro calendario, sería muy deseable incluir no sólo dicha celebración, sino crear días para todas las ramas científicas. Puedo argumentar en principio, en contra de la propuesta, que tales días para celebrar cualquier cosa no debieran existir, puesto que tendrían que ser conmemorados cada día del año como parte de la vivencia humana. Sin embargo, no la necesidad, sino la urgencia actual de propiciar una cultura científica y la experiencia que ello nos dejaría a los participantes, incita al experimento.
Tomo como referencia mi experiencia propia ante los actos del Día de la Astronomía, y debo declarar mi sorpresa ante el impacto que éstos tienen en la gente. Desde un niño que puede soñar en ser astrónomo o astronauta, hasta una ama de casa que, posteriormente, rebatirá la veracidad de una noticia sobre ovnis y extraterrestres al conocer, en breve charla con el astrónomo, lo complejo que es viajar entre las estrellas.
Es cierto que la astronomía, comparada con otras ciencias, es mucho más accesible. A su laboratorio, el cielo, tiene acceso cualquier persona. Por otra parte, la fascinación de la inmensidad y los orígenes de todo, hacen de esta ciencia, quizás, el vehículo más eficaz para interesarse en otras ciencias.
Pero, precisamente por ser otras ciencias menos accesibles, mucho más se justifica su salida de los laboratorios a las calles. Cualquier parque puede ser escenario ideal para instalar una mesa con microscopios, matraces o un láser y descubrir, ante los espectadores, lo que comúnmente ven, pero no miran.
Por otra parte, hay que añadir el impacto que tiene esa experiencia para aquellos que estamos involucrados en una disciplina científica, típicamente encerrados en un laboratorio o cubículo, absortos en la investigación o en las marañas de trámites burocráticos. Sabemos y podemos recordar que en una mayoría la inclinación hacia la ciencia se produjo ante una imagen, una experiencia en un museo, un contacto personal o una noticia. En el menor de los casos, por la enseñanza escolarizada.
Fuera del legado que dejemos como resultado de la investigación, no hay otra forma de incidir en la sociedad directamente sino transmitiendo la experiencia propia, y la presencia, al menos un día al año en la calle, puede tener en los jóvenes y niños una trascendencia mayor que un semestre o un año escolar. Una actitud científica, fundamentada en el maravilloso equilibrio entre el escepticismo y el asombro es deseable de transmitirse en las calles.
En relación con la educación para una independencia en el pensar, Albert Einstein decía en el otoño de 1952 (Mi visión del mundo, Tusquets Editores, 1997, p. 29): ``Estas cosas tan preciosas las logra el contacto personal entre la generación joven y los que enseñan, y no -al menos en lo fundamental- los libros de texto''.
Por eso, no estaría mal instituir los días para cada ciencia, al menos para empezar.
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