Algo anda mal en la política cuando la improvisación se convierte en norma, y cuando la impertinencia se transforma en acto sublime. El país ha conocido un prolongado periodo en el que los gestos, la señales de buena fe no han logrado transformarse en referentes sólidos. La mínima certidumbre necesaria para transitar sin riesgos mayores en el proceso de cambios políticos, no ha podido ser construida, o al menos es anulada y relegada cotidianamente. A cambio, las riñas suplen los acuerdos, las ironías ocurrentes toman el lugar del diálogo, y la demagogia se impone a la responsabilidad.
Por meses hemos asistido a la impotencia de las fuerzas políticas para situarse y entender de manera constructiva las nuevas circunstancias por todos creadas. No ha sido posible ordenar la agenda de los cambios necesarios para darle continuidad y amarres institucionales a una pluralidad tan tangible como inevitable. Es como si el país caminara con los ojos vendados, dando tumbos y con los anclajes cada vez más difusos.
Estas semanas nos han ofrecido una multitud de ilustraciones en ese sentido: el conflicto chiapaneco sigue complicándose, con una conducción tan errática e incierta que no es fácil imaginar los escenarios de salida. Los saldos han sido una mayor exasperación, una imposibilidad para construir puentes de entendimiento alternativos y una descomposición social que parece caminar fatalmente hacia nuevos desfiladeros.
Las relaciones entre poderes tampoco han sido más tersas. La impreparación y la profunda desconfianza que campea en los pasillos legislativos, en fatal combinación con la incapacidad de parte del Ejecutivo para entender las nuevas reglas, han generado una preocupante improductividad. La soberbia y las presiones han pretendido suplir a la negociación; el resultado ha sido que a unos cuantos días de concluir el periodo ordinario de sesiones del Poder Legislativo, no se ha aprobado ninguna ley central. De nuevo, en lugar de ocuparse de modernizar sus propias reglas de funcionamiento interno, las acusaciones y denuncias han ocupado un lugar central en las inquietudes de los legisladores.
Finalmente, las relaciones entre partidos tampoco atraviesan por su etapa de mayor madurez. La irrupción de Roberto Madrazo y su ingenio sorprendente, es una buena estampa de la vulgarización del clima político.
Ahora bien, no me parece que este marcado deterioro de la vida política nacional pueda ser atribuible a una sola de las fuerzas políticas --si fuera el caso, las facturas de la degradación se cobrarían en un solo lugar--, creo más bien que estamos ante un proceso más general y por tanto más preocupante. Si pronto no logramos habitar de manera constructiva el espacio de pluralidad que entre todos hemos construido, al cabo de poco tiempo el expediente democrático, a la luz de su improductividad, pudiera llegar a ser reconsiderado por la ciudadanía. Ojalá no lleguemos tan lejos.