Se podrá hablar de economía, de política y de esa crónica cotidiana en que hechos e interpretaciones coexisten y pelean --y habrá que hacerlo, porque la vida sigue-- pero quisiera detenerme hoy para lamentar junto a todos una muerte que nos despoja de esa mejor parte de nosotros mismos que en vida se llamaba Octavio Paz. Por respeto a él, y a nosotros, habrá que evitar hipérboles y frases rimbombantes. Pero, ¿cómo evitar la congoja?, ¿cómo dejar de reconocer que se acaba de ir la inteligencia más cosmopolita y penetrante y una de las fantasías más milagrosas de la historia entera de este país?
Paz fue mexicano y como tal heredero de una civilización violada por una modernidad contrarreformista, adolescente y agresiva que abrió aquí, tal vez sin quererlo y seguramente sin saberlo, uno de los mayores, tal vez el mayor, laboratorio mundial de entrecruzamiento de razas, culturas y valores. Octavio era hombre de su tierra en la única manera en que es posible serlo: interrogando al mundo desde México y cuestionando a México desde el mundo. ¿Podía hacer otra cosa quien había nacido del amor entre un padre zapatista y una madre andaluza? Esa especie de rito de las sangres paralelas de dos pechos que son dos iglesias de Piedra de sol. Un cruce de rutas de la biología y la historia, convertido en reto intelectual de autoconocimiento y en un permanente temblor espiritual. México se interroga a través de Paz, trata de descubrirse, de entenderse, de conciliar dentro de sí ruidos discordantes.
Voracidad es tal vez la palabra correcta en la historia intelectual y espiritual de un poeta que necesita comprender al mundo (Francia, EU o la India) para entenderse como mexicano. No es sólo voluntad de erudición, es una necesidad vital de introspección y de conocimiento de similitudes y disonancias. Un saber que ser entre los otros es un ser otro. Lo importante para Paz no es lo viejo o lo nuevo, como universos encerrados en sí, sino ese instante permanente que es una predisposición inconsciente, una forma de ser, de soñar, de amar o de morir. En Paz, México es más una apuesta, una intención necesaria, que una realidad dominada por la inercia.
Con él, México va más lejos en la búsqueda (otra vez intelectual y espiritual) de sí mismo desde ese desgarramiento, que es un reconocimiento, de la Revolución mexicana hasta ese otro, tan propio no obstante la distancia, que es la Guerra Civil española. Un México encerrado en la autocomplacencia, en la retórica o en una supuesta, estática, excepcionalidad, es una caricatura: una renuncia a descubrirse como contemporáneo de los demás, como cruce de sangres; a reconocerse como el proyecto que es.
Otra cosa hay que decir. Paz fue en toda su vida hombre de izquierda y sólo el increíble atraso cultural y político de gran parte de la izquierda latinoamericana pudo hacerlo ver de otra manera. Desde los siete ensayos de Mariátegui no había habido ningún estudio tan lúcido, culturalmente amplio e inquietante como El laberinto de la soledad. Y cuando Paz, en esa búsqueda ininterrumpida para definir los hilos de una modernización que no fuera desconocimiento de sí mismos, comenzó a reconocer que ni el bolchevismo ni sus versiones tropical-cubanas podían ser tránsito adecuado a la enormidad de la tarea, la parte más atrasada y ruidosa de la izquierda hemisférica se sintió en deber de santiguarse frente a una herejía que se limitaba a reconocer la realidad que los reflejos autoritarios no podían reconocer sin disolverse a sí mismos. Y fue tan persistente el hostigamiento de la izquierda hacia él, que en los últimos años de su vida Paz asumió a menudo, y como reacción, tonos ideológicos que no eran parte ni de su pensamiento ni de su cultura.
Sobre esto mucho habrá aún que entender y aprender. Limitémonos a lo esencial: en el México que se descubre mientras se hace, Paz es un punto alto de cultura y entendimiento que obligará a las futuras generaciones a automejorarse y al país para que el futuro no desmerezca frente a un pasado (¿pasado?) tan luminoso. Recordemos sus palabras en ¿Aguila o sol?: ``Mi cuerpo arado por el tuyo ha de volverse un campo donde se siembra uno y se cosecha ciento. Espérame al otro lado del año: me encontrarás como un relámpago tendido a la orilla del otoño (...) De mi cuerpo brotan imágenes: bebe en esas aguas y recuerda lo que olvidaste al nacer. Yo soy la herida que no cicatriza, la pequeña piedra solar: si me rozas, el mundo se incendia''.