La política es concierto. Lograr con la razón y los hechos una armonía es política, por eso hay palabras que convencen a través de la sincronía del discurso y el tono de los hechos. Hay tiempos en que la política es desentonada, aunque se presente como suave melodía, y a esto se le llama demagogia, porque corrompe el sentido de palabras y hechos. La demagogia en la música es el play back, pues se hace con gesticulaciones y simulaciones.
Los políticos deben aprender de la música: no hay político que no haya aspirado a ser músico, ni músico que no pensara que su arte es una política perfecta, pues si todos los elementos de la vida cotidiana -economía, sociedad, leyes y fuerza- se ordenaran bajo el orden de la partitura y una batuta, se combinarían genialmente aportaciones, silencios y razones.
Hay momentos llamados piezas, áreas o canciones, en que la política se musicaliza y la música se politiza. La música es un instrumento de poder natural porque embelesa, da placer, genera deseos, y no hay política que no aspire a ganar todo esto. Por eso, cuando la racionalidad falla y los programas se retrasan con respecto al estado de ánimo de un grupo, un pueblo o una nación, la música y el arte se convierten en vanguardia política liberando el discurso de ataduras y formalismos, y le permiten viajar sin obstáculo por los caminos de las sensaciones. Los órganos preferidos de la música y la política son el corazón y la cabeza; sin ellos la política se pierde, se refugia en el hígado transformando la sana ira en frustración; sin corazón, música y política se tornan fríos y calculadores; sin cabeza, ambas corren el riesgo de ser enajenantes, ingenuas y nunca trascienden.
Cuando música y política se desprenden de la cotidianidad o dejan de ser sublimes, se llenan las plazas de charlatanes, músicos sin carácter, discursillos y tonadillas llenos de lugares comunes o estribillos que ni siquiera pretenden ser consigna. Música y política no deben olvidar que su fuerza proviene de expresar y representar la naturaleza humana, la soledad y la vida en colectivo, lo que duele y lo que resuelve, la paz y la violencia, la nostalgia por el pasado y el cambio. Lo contradictorio son acordes que inventa el artista y que sabe usar el político de manera inequívoca.
En la política también hay ópera bufa y opereta. La primera es política e ideología. Las orquestas y los conciertos son momentos específicos de una ciudad y un país; los sectores se refugian en su música así como los conjurados con una idea. Los tonos son importantes y se combinan con silencios y notas largas; las cortas son intenciones. La política y los partidos deberían ser como el jazz, que da libertad a sus miembros para la creatividad y la improvisación; el jazz centraliza y descentraliza, y en esta combinación de libertad y disciplina se crea la sensación de unión en la diversidad; autónomos e integrados, distintos pero coherentes. El jazz es libertad plena de cada instrumento bajo una idea común, cada músico tiene su turno y los demás lo siguen.
En todo partido, como en toda orquesta, hay un director, un concertino, violines primeros y segundos, maderas, chelos, violas, metales e intrigas: cada quien eligió libremente una función o un instrumento.
Difícilmente en política se logra lo que en las orquestas: posponer los odios mutuos. En una orquesta, ejecutar es lo primero, y el daño que haga uno a otro para desafinarlo, será para sí mismo y pervertirá a toda la orquesta. En la política hay muchos malos músicos que prefieren imponer su interés personal o de facción ganándose el abucheo del público. Existe el derecho a ser solista, pero en política éstos sólo son los que arriesgan para defender principios y son congruentes.
En música y política los resultados no son producto de un momento genial, sino del arreglo, la preparación, la ejecución y el programa. La dirección es indispensable: no hay música ni política sin credibilidad y estructura para debatir, proponer, acordar y ejecutar. La sociedad llamada civil, pueblo, ciudadanía, no puede hacer valer sus derechos si no está organizada y en concierto. Cuando música y política se hacen con flojera, hay que sustituir a sus miembros.
La música debe llenar plazas, mezclar a los oyentes, unir a los diferentes. Política y música deben ser aliadas para hacer una nueva cultura que extienda el arte y haga de la política una nueva cultura de convivencia.
Quizás como parte de los nuevos tiempos, las plazas en la ciudad se han visto llenas con Silvio Rodríguez, Ramón Vargas y Celia Cruz recreando la concordia, los deseos y los nuevos tiempos.