Arnaldo Córdova
La política es así
``En la guerra y en el amor todo se vale'', reza el antiguo proverbio. Habría que incluir hoy, en primerísimo término, a la política. Todo mundo, al parecer, está escandalizado por los espectáculos que, a veces para regocijo nuestro, nos ofrece el quehacer político cotidiano. Diputados que se insultan y se agarran a golpes; un desprestigiado gobernador que llega a la Cámara de Diputados en talante de matón buscando a Santiago Creel para cobrarle cuentas y expresándose en el lenguaje más vulgar; un coordinador priísta de diputados que acosa en los pasillos y en los elevadores al diputado Creel, después de haber lanzado la amenaza de que tendría que vérselas con los priístas, y tantas otras cosas que, sí, nos escandalizan.
La política no es un arte, como muchos lo han venido diciendo a través de los siglos. Es una vil lucha por el poder y más nos vale que aprendamos a verla así. La política se da, según los renacentistas italianos, entre los que destacan Maquiavelo y Guicciardini, porque hay en el fondo de todas las cosas sociales una humanidad malvada, egoísta, corrupta, muchas veces ignorante, y, lo que es peor, dispuesta a venderse al mejor postor. Por eso se hace necesaria la política. Para someter al orden a esa humanidad que, de otro modo, se destruiría sin remedio a sí misma simplemente por sus intereses egoístas.
Siempre habrá que recordar a Churchill: ``La democracia es el peor de los regímenes políticos, con excepción de todos los demás''. El presidente Zedillo en Acapulco acaba de recordar que no esperemos que de la democracia nos venga la solución a todos nuestros problemas. Y tiene razón. La democracia puede ser un modo de vida, como dice el artículo tercero de nuestra Constitución, lo que no es mucho decir. La democracia, sin embargo, no sirve para vivir. Para vivir sirven los bienes que podemos obtener en la brega diaria. La democracia sólo nos sirve para poder actuar en la política.
La democracia no es ni más ni menos que un método para organizar al Estado. Con adjetivos o sin adjetivos, no es más que eso. No tiene nada que ver con valores metafísicos ni es responsable de lo que las sociedades o los Estados hagan con ella. A veces resulta abominable lo que ha salido de la misma, como en Estados Unidos o en Inglaterra. Pero su valor reside en otro lado: de ella surge un Estado legitimado por la voluntad de la mayoría ciudadana. Que el pueblo es tan sabio que sabe siempre lo que quiere es una mentira del tamaño del universo. Pero es su voluntad, expresada en los comicios, la que da validez y legitimidad a los gobiernos, y la que les sirve de soporte para toda clase de decisiones.
Pensar, además, que la democracia se funda en alguna especie de código moral, en virtud del cual cada político debe comportarse como un buen chico y cada quien está obligado a cumplir con sus responsabilidades, es una absoluta idiotez. La democracia es capaz de crear más demonios que cualquier otro régimen político. Es, además, muy vulgar. Cualquier estúpido, nominado por el voto popular, está en condiciones de decir todo lo que quiera y en el peor de los modos. Hasta los más inteligentes lo hacen. No es raro, por ejemplo, ver en los parlamentos europeos a diputados o senadores que llegan a las trompadas y al uso del lenguaje más soez que pueda imaginarse.
Aquí nos espantamos porque algunos de nuestros diputados se lían a golpes o se dicen cosas que sólo en los mercados o en los barrios bajos estamos acostumbrados a oír. Cuando yo era estudiante en Italia, a principios de los sesenta, fui muchas veces a presenciar los debates de la Cámara de Diputados y no hubo una sola ocasión en la que no me tocara presenciar un verdadero desaguisado. Por lo menos unas tres veces, me tocó ver al diputado comunista Giancarlo Pajetta, que siempre se sentaba en la parte alta del palacio Montecitorio del Parlamento, descender pronunciando un buen discurso y acabar saltándole al cuello a algún diputado fascista o democristiano sentado en la parte baja del recinto, diciendo: `` E ora a te, figlio di puttana, ti strozzo'' (y ahora, a ti, hijo de puta, te ahorco). En Inglaterra, hay una guardia del orden que pone en paz a los miembros rijosos del Parlamento, que tienden muchas veces a decirse las peores groserías y a agredirse físicamente.
¿Queríamos democracia? Pues eso es la democracia y más vale que nos vayamos acostumbrando a ella. Siempre estaremos dispuestos a pedirle más de lo que puede darnos e, incluso, a lamentarlo muy profundamente, pero ella no puede darnos más de lo que puede darnos. La política es así y la democracia también. No tiene remedio.