En días recientes, los gobiernos federal y estatal pusieron en marcha un acuerdo para el bienestar y el desarrollo de la zona norte de Chiapas, con recursos presupuestales de cerca de mil 300 millones de pesos. La medida, que considerada en abstracto sería positiva, contrasta sin embargo con las actitudes represivas ejercidas en comunidades prozapatistas como Taniperlas, Amparo Aguatinta y el ejido Guadalupe Victoria, en donde las autoridades parecieran empeñarse en provocar una respuesta exasperada por parte de los pueblos que, a más de cuatro años de la rebelión de enero de 1994, no han visto satisfechas sus demandas y, por el contrario, han experimentado el hostigamiento permanente, el cerco militar, las humillaciones y la violencia de soldados, policías federales y estatales y grupos paramilitares.
Con las medidas comentadas, el poder público configura en Chiapas una política de premio y castigo que, lejos de coadyuvar a la distensión y a la reactivación del proceso pacificador en la entidad, ahonda el conflicto e incide en una mayor polarización de las posiciones.
En efecto, mientras que los grupos predominantemente priístas reciben protección, recursos materiales y, en no pocos casos, armamento y entrenamiento para la conformación de fuerzas paramilitares, las comunidades prozapatistas deben enfrentar la intolerancia, el saqueo, la desprotección, los vuelos rasantes de aeronaves militares, las campañas de descrédito orquestadas con la colaboración de diversos medios informativos, los ataques violentos de los paramilitares y, a últimas fechas, las estrategias de aislamiento que pasan por la expulsión del país de los observadores extranjeros.
Esta política de ayudas discriminatorias y de persecución y acoso selectivo, opera en la peligrosa perspectiva de ahondar las fracturas que afectan el tejido social chiapaneco -de suyo graves- y de acelerar las condiciones de una guerra civil de consecuencias inevitablemente nefastas para Chiapas y toda la Nación.
En tales circunstancias, cabe demandar -una vez más-, la sensatez, la serenidad, la prudencia y la visión de futuro que debieran caracterizar al Estado en tanto que árbitro de las diferencias sociales. La aplicación de una estrategia de alianzas orientada al aniquilamiento político de los zapatistas y al fortalecimiento de los partidarios locales de las autoridades tal vez podría rendirle al gobierno frutos de corto plazo, pero, más temprano que tarde, causaría un enorme daño al país en su conjunto.
Ante la consolidación de esta política fragmentadora que apuesta a la polarización y la división, la sociedad debe, una vez más, manifestarse en favor de una paz sin exclusiones, con justicia y dignidad, para todos los chiapanecos. De su capacidad de hacerse oír por el poder depende, en buena medida, la paz de todos los mexicanos.