En su cámara, al borde de la terraza, Salim elabora los estudios astronómicos encomendados por la Sociedad Científica, pero entonces, alzando la vista de la mesa constelada de fotografías telescópicas y fórmulas a lápiz que llevan una hilación que sólo él entiende, distrae sus cálculos para jugar con el mercurio en un frasco verde.
Abre el frasco. Lo inclina hasta vaciarlo. Sacude las últimas gotas, rígidas y redondas, sobre su mano abierta.
El escurrimiento del mercurio adopta sucesivamente la forma de un índice en actitud de frotar seda, una cabeza de colibrí que en la fina prolongación del pico derretido se ensancha al frente, cual guante de box que devora una floración de tulipanes blancos que hubieran aliviado las jaquecas de Van Gogh, borracho de amarillo.
Cuidadoso vierte del cuenco de su palma de regreso al frasco el chorro de metal. El vidrio verde enegrece al mercurio prisionero. Para mayor apartamiento de sus sentidos, Salim mira hacia el jardín a través del frasco.
Los jardineros en su faena se inflan y ocupan toda la lente del frasco, y enseguida adelgazan hasta fundirse en un filamento.
El calor es sofocante a pesar de la brisa, pero la vegetación no se deja languidecer, porque un jardín es un jardín todo el año.
La mano izquierda de Salim echa mano al tesbi y lo manipula mecánicamente, la mente en blanco. Las gastadas cuentas de madera le frotan las yemas como seda.
La pantalla del registro parpadea junto a los fotogramas de estrellas, nebulosas y fragmentos encogidos de Vía Láctea sobre el oscuro fondo del Universo, sin atraer la atención de Salim. En pocas horas deberá presentar a la Junta Académica de la Universidad de la Alhama un informe con los resultados de sus pesquisas, según obligación inaplazable de quienes explotan tan exigente campo de conocimiento.
Del avance convincente de sus trabajos teóricos depende que le sigan prestando a Salim el sin igual telescopio del Observatorio. Aun así, en un flagrante derroche de tiempo, extravía su atención en las armonías del jardín, abajo, sin búsqueda ni motivo, siendo que su misión consiste en mirar arriba al cielo, y luego lucubrar con los ojos cerrados.
Los deslumbramientos siempre son rápidos, el lento es uno, pensará después Salim; algo penetra su campo visual, y él descubre, cuando desnuda del frasco su vista, que esa ondulación es una cabellera.
Al desaparecer la deformación verdosa de su evasivo regodeo, logra abarcar la cabellera entera y luego el cuerpo y la túnica blanca, que la llevan con una levedad arrebatadora.
La figura se inclina por encima de un seto de azucenas y Salim la ve elegir un alhelí, que es tan pequeño, y lo clava en su cabellera, cerca de la oreja.
Sintiéndose observada, y no por los jardineros que prosiguen indiferentes su tarea, la mujer voltea en dirección al balcón de la cámara de Salim y lo mira fijamente. Levanta una suavidad parecida a una mano llena de anillos, descubre su rostro, y sonríe.
Eso es todo. Instantes después, Salim ve que la ladrona no está más. Los jardineros podan ahora los crisantemos, circundados de claveles y zinias no mayores que una moneda de a diez.
Por alguna disposición ancestral, las flores en los jardines del Instituto Astronómico sólo pueden ser blancas, incluso las rosas. Como para remedar las estrellas que esperan sobre la mesa y en los planos del muro a espaldas de Salim, quien regresa al anaquel el frasco de mercurio, dispuesto a concentrarse.
Entonces cae en la cuenta de que, en su extravagante vaguedad, ni siquiera correspondió a la sonrisa, y se golpea con el puño la frente.
El tesbi resbala entre sus dedos sin otro sentido que semejar la interminable arena del desierto. Un nudo en la garganta lo libera del trance: acaba de presenciar el robo de un cometa.
Sus colegas le dirán cuando los incluya en el reporte que no están en la Escuela de Poética, que eso qué tiene que ver con sus cálculos atronómicos. Y él, por no discutir, les concederá que nada, absolutamente nada, en efecto.