Darío Fo
La ascensión de Alejandro Magno llevado al cielo por dos grifones
Derivado del romance griego del pseudo-calistene que vivió en Alejandría de Egipto en el IV siglo dC.
Alejandro Magno era un emperador muy poderoso. Su pasión era descubrir el mundo, pero no se portaba como un turista normal atraído por la posibilidad de conocer nuevos países, nueva gente. Su turismo era muy peculiar: quería descubrirlo todo para conquistarlo, poseer aún a precio de destruir. Para él, conocer significaba dominar, exigir sumisión. Y si le oponían resistencia lo solucionaba con una matanza, con un estrago. La verdad es que no le importaba demasiado regir, gobernar un reino; se conformaba con poder declarar: ``lo poseo!'', o mejor: ``lo he poseído, ha sido mío!''. De modo que, a menudo, después de haberlos saqueado abandonaba aquellos lugares para lanzarse a nuevas conquistas; así que a partir de Persia --su principal reino-- conquistó Egipto y bajó hasta la India. Según el mapa poseía el más grande imperio que ningún hombre en el mundo hubiese jamás conquistado. Pero para regir y gobernar un imperio tan grande, Alejandro habría tenido que vivir mucho tiempo en cada territorio, conocer sus problemas, organizar una administración, las vías de comunicación, los mercados; encargarse de los terrenos agrícolas, y después de las aguas, de la irrigación y de la navegación de los ríos; sin mencionar lo de crear leyes y hacerlas respetar. Pero Alejandro no tenía tiempo, tenía que seguir siempre adelante, ir a otros lugares, a la conquista de nuevas tierras; someter a otros pueblos, arrasar murallas y torres, subyugar.
Aún joven y habiendo juntado un inmenso imperio, aunque aleatorio, se dedicó a coleccionar y seleccionar animales de cualquier tipo y raza. Se deleitaba en cruzar animales de distintas especies, obteniendo extrañas criaturas, a menudo elegantes y curiosas; a veces quimeras y monstruos. Poseía un corral desmesurado. Su sueño era conseguir cruzar a los dos animales considerados los más poderosos de todos: el león y el águila. Lo intentó de mil maneras, pero era difícil conseguir que hiciesen el amor: esos dos animales no sentían ninguna atracción sexual el uno por el otro. Al final los llenó de alimentos y bebidas altamente afrodisiacos; después ordenó a una trouppe de bailarines machos y hembras especializados en figuraciones de abrazos casi obscenos que se exhibieran para aquellas dos bestias, interesándolas en el juego de acoplamientos contorsionados y acrobáticos. Y aquí la cosa empezó a funcionar: la leona se meneaba de pie como una odalisca; el águila le revoloteaba alrededor agitando las alas como si fueran capas, y envolviendo con ellas a la leona que escupía plumas a cada abrazo. ``Tengo encima unas ganas bestiales'', chillaba con voz rauca el rey de los pájaros; ``me revolcaría como un cerdo encima de ti, guapa cochina, pero por dios tú hueles como una pocilga''. ``No creas que tu hedor es agradable... Y no hablemos de las plumas que me agitas delante y que sólo consiguen hacerme vomitar''.
Pero dale que te dale, los dos animales al final se juntaron con bramidos y chillidos de placer. De aquel loco acoplamiento nacieron dos grifones, los míticos seres con cuerpo de león y cabeza y alas de águila. Cada uno exhibía cuatro estupendas alas. Los dos ejemplares aún cachorros ya eran bastante imponentes y terroríficos. Alejandro tenía un programa: criarlos de prisa y luego utilizarlos para que se lo llevasen en vuelo lo más alto posible al cielo. La madre leona los amamantaba, pero el alimento que los cachorros conseguían mamar de sus seis tetas no era suficiente para calmar su apetito. Alejandro dio orden de que fuesen amamantados también por mujeres; cada día, de dos en dos, decenas de jóvenes nanas ofrecían sus tetas a los dos monstruos-cachorros; la mayoría de ellas se desmayaba durante el amamantamiento. Al cabo de un año los grifones aparecían crecidos y poderosos; cada uno batía sus cuatro alas y se alzaba en vuelo con gran facilidad. Alejandro impuso un ancho yugo en el cuello de los dos grifones, después colgó al centro de ellos una cesta muy grande en la cual se puso cómodo. Había conseguido una caña muy larga, y en la punta le había colgado un hígado de caballo, que era un alimento muy apetecido por los grifones. Desde dentro de la cesta levantó la caña en alto, por encima de las cabezas de las bestias, que estiraron golosas el cuello hacia el hígado, agitando las alas, para alcanzarlo. Así los dos monstruos voladores se llevaron arriba, siempre más arriba en el cielo, al listo Alejandro. Ya el extraño carruaje había sobrepasado las cumbres de los montes más altos. Alejandro Magno escrutaba el horizonte y admiraba las tierras para él todavía desconocidas. Para sí comentaba: ``una verdadera maravilla, pero estoy harto de reinos, territorios, guerras y conquistas...''. --``Claro... al fin y al cabo, ¿qué ventajas sacaste de todo ello?'', le hizo eco una voz imponente. --``¿Quién me está hablando?''. Alejandro miraba a su alrededor, pero no veía a nadie. La misteriosa voz seguía: ``te comprendo. ¿Y quién no se hartaría de llevar a la matanza su propio ejército sólo para poder aniquilar a dos o tres de los ejércitos enemigos?''. --``Se puede saber quién me está hablando?'', chillaba Alejandro casi histérico. --``¡Nosotros!'', contestaron al unísono los dos grifones. --``¿Vosotros? ¿De quién habéis aprendido a hablar con voz e idioma de hombres?''. --``Nuestras nanas, de ellas; junto con la leche hemos chupado también las palabras... de todas formas te íbamos diciendo, querido emperador... puesto que te has hartado ya de ir conquistando tierras, después de haberlas ensuciado de sangre, ¿ahora te han entrado ganas de conquistar el cielo?''.
--``No, la verdad sólo tenía curiosidad de ver... de observar el mundo desde arriba'' --``Cállate, embustero'' --lo insultan, siempre al unísono, los dos grifones-- y para empezar ¡baja esa caña con ese asco de hígado que nos has colgado!'' --``¿De qué asco habláis? ¿No es vuestro alimento más apetecido?''. ``Qué va, hemos dejado que te lo creyeras... nuestra comida más apetecida son los hombres''. --``Cómo?'' --``Claro que sí. A nosotros nos gusta saciarnos sólo de carne humana. ¡Y el próximo banquete lo haremos contigo!''.
De tan molesto, Alejandro se quedó blanco por el susto, y por primera vez en su vida sintió que estaba temblando: ``¡¿Vosotros queréis comerme... devorarme a mí que os he creado?!''. --``Tienes razón --contestaron los grifones--, es justo que antes se te consienta acabar tu viaje. Te llevaremos hasta la Luna''. Dicho y hecho; batiendo las alas con un ritmo furibundo, los grifones alcanzaron la Luna y aterrizaron sobre una gran explanada de polvo. Enseguida fue a su encuentro una voceante procesión de seres extraños. Eran hombres y mujeres que parecían estatuas mutiladas; algunos estaban sin cabeza, otros sin brazos... otros aún con el cuerpo desgarrado, despedazado, y a pesar de todo se movían sin problemas. --``¿Pero quiénes son? ¿Quién los redujo así a pedazos?'', preguntó Alejandro fuera de sí. --``¿No los reconoces? Toda esta es buena obra tuya y de otros magníficos conquistadores como tú. ¿Se te olvidó acaso cuántas cabezas hiciste cortar? ¿Y a cuántas mujeres descuartizar junto con sus nenes?''.
Los troncos humanos casi danzando rodearon a los tres, y quien aún poseía una cabeza le escupió en la cara a Alejandro. Otros lo mearon encima, otros más desde en medio de las nalgas dispararon mierdazas horrorosas. Alejandro se encontró bien sazonado y empapado de toda la porquería. Pero la procesión no se había acabado. Se vieron avanzar monstruos horrendos, bestias con cabeza humana, hombres con cabezota de animales y extrañas criaturas con dos cabezas, bustos de macho cabrío con senos de mujer y cara de cerdo. Bichos que se arrastraban sobre el vientre como serpientes, pero que tenían cara de mono, y sobre el dorso jorobas de camello. --``¡Pero esto no es sólo obra mía!'', intentó disculparse Alejandro. --``Es verdad, no eres el único en el mundo que se deleita en crear monstruos. ¡Pero observa lo que tú y tus compadres, locos fanáticos, habéis armado!''. Después, carcajeando, los dos grifones levantaron a Alejandro y lo arrojaron desde la Luna. El emperador cayó dando vueltas en el vacío, desapareciendo de vez en cuando entre las nubes. Estaba tan aterrorizado que no conseguía ni siquiera emitir un gemido. La Tierra se le venía encima a una velocidad increíble... estaba ya a punto de estrellarse en el suelo... cuando los dos grifones lo alcanzaron y lo agarraron, evitando que se quedase hecho una mermelada. Más por el gran susto, Alejandro se quedó totalmente loco: los ojos abiertos de par en par como si fueran de cristal; mascullaba palabras sin aparente sentido, se movía mecánicamente, con dificultad. Se había vuelto un viejo con canas. ¿Dónde habían quedado su poderoso andar y su mágica mirada de divino emperador? Excepto algún fiel oficial, nadie reconocía en ese resto humano al gran Alejandro. Lo escondieron en una cueva, en donde vivió como un animal en una jaula hasta el final de sus días. A fin de que el imperio no se derrumbase y no fuese invadido por los muchos enemigos que Alejandro Magno se había creado con sus guerras e invasiones, fue necesario mentir y decir que él se encontraba con buena salud. Encontraron a un campesino que se le parecía un poco, seguramente inculto pero listo y muy hábil en recitar los gestos y las posturas del emperador. Lo pusieron en la silla del caballo real y lo hicieron desfilar por las ciudades para demostrar que el imperio de Persia aún tenía su jefe. Pero el verdadero jefe en realidad se había autodestruido por culpa de sus anhelos de dominio. Desde su antro observaba lo que había sido su reino, y durante los pocos intervalos de lucidez que le quedaban meditaba sobre el trágico error de haber confundido el conocimiento con el poder.