En este umbral del siglo XXI en que se emprende todo tipo de revisiones de lo ocurrido en la centuria que está por concluir, en medio de una ciudad asfixiada por calores primaverales desusadamente intensos y prolongados, por masas de humo producto de los incendios devastadores que amenazan con destruir los pocos bosques que la circundan, agobiada por la explosión demográfica y los flujos migratorios que la han convertido en la urbe más poblada del mundo, nada más estimulante que poder transportarse a los lustros --y algo más-- que cubren preferentemente el segundo cuarto de este siglo y recordar, descubrir, gracias a la entrañable recreación que Enrique Creel hace en su libro El color del cristal (Editorial Diana), a un país que se abre paso en el camino de la modernidad y en él, por supuesto, a su emblemática capital: ``Todos la vimos crecer y transformarse''.
Cuando el autor escribe las memorias de sus primeros 25 años de vida, al tiempo que construye al personaje --nacido en 1927--, a su familia y antepasados, sus estirpes y los clanes con su estructura feudal, sus amigos, maestros, conocidos, y toda clase de figurantes --recreados con buen sentido del humor y con mirada crítica--, también reconstruye esta ciudad de México con sus barrios y paseos, sus construcciones, su Centro Histórico, sus escuelas, facultades, centros culturales, cenáculos, ateneos y salones literarios; sus ladies bar, bares y cantinas, sus centros nocturnos, rescatado todo desde la experiencia personal en la que: ``Los jóvenes buscábamos la esencia de la ciudad como punto de partida para iniciar nuestro propio desarrollo''.
Como contrapunto de la urbe, y en una integración orgánica que ``nos remite a un México lejano, cada día más difícil de recuperar'' toman cuerpo en el relato el ingenio morelense de Oacalco, con su casco de hacienda atribuido a Manuel Tolsá, y la presencia aún no tan lejana de Zapata y la Revolución; también la hacienda magueyera de Ometusco, que adscribe a sus propietarios a esa ``aristocracia pulquera'' que bautizara don Daniel Cosío Villegas, en ``(...) los años treinta, cuando los patrimonios se esfumaban de la noche a la mañana''.
Si bien durante los gobiernos de Lázaro Cárdenas, Manuel Avila Camacho y Miguel Alemán resulta cada vez más evidente el cambio que el país está sufriendo, en el relato que Enrique Creel hace se vuelve patente la persistencia del siglo XIX con sus valores, prácticas, costumbres y creencias, en particular los de ``una clase cuyas preocupaciones básicas consistían en mantener la privilegiada posición social que habían conservado a través de los años e imponer en su descendencia un código de conducta rigorista y autoritario, fundado en su interpretación de la moral cristiana y en un muy estrecho concepto de la vida''.
Pronto el adolescente, reactivado por su inmersión en la educación lasallista, es consciente de cómo se había moldeado en su persona y sin su consentimiento un proyecto humano que estaba muy lejos de satisfacerle; cómo se había trabajado para dotarlo de una conciencia de clase burguesa que marcara su comportamiento vital. Y esta experiencia detonará su distanciamiento crítico, por igual de los representantes de una flamante plutocracia enriquecida con la Revolución, que de sus antepasados nuevos ricos que emergieron durante el juarismo y el porfiriato.
Ahí está el bisabuelo Luis Terrazas, el general amigo de Benito Juárez, quien consolidó el imperio ganadero más grande del mundo en ese norte del país en el que, años más tarde, la Revolución lucharía no tanto por el reparto de tierras como por la distribución de la riqueza concentrada en pocas manos, en un estado del que se preguntaba: ``¿Los Terraza son de Chihuahua?'', respondiéndose: ``No, Chihuahua es de los Terraza''.
La siguiente generación establece vínculos con el porfiriato. Ahí esta el abuelo Enrique Creel --retratado por Gedovius-- quien se incorporó al grupo de los Científicos, fundó el Banco Central Mexicano y se le conoce como padre del fideicomiso en México; construyó el ferrocarril Chihuahua-Pacífico, fue gobernador de Chihuahua y, siendo amigo cercano de Porfirio Díaz, embajador en Washington y, en las postrimerías de su régimen, secretario de Relaciones Exteriores. Y también el tío abuelo Francisco León de la Barra, presidente interino en 1911, y el tío abuelo por línea materna, Javier Torres Rivas, patriarca del clan que presidió desde la casona de la avenida Chapultepec y la hacienda pulquera de Ometusco.