Una organización sindical que le tiene miedo a la reacción de la gente a su paso en una eventual manifestación por las calles de la ciudad y se refugia, temerosa, en locales cerrados o en el espacio abierto, pero no tanto, del Zócalo, lleno de garantías de que el sagrado pueblo no podrá tocarlos con el pétalo de su desprecio, es una pobre organización sindical.
Los primeros de mayo se inventaron --gracia especial de una decisión de la Segunda Internacional después de los sucesos de Chicago-- para lanzar a la calle todo lo que los trabajadores tienen que decir, en voz alta y violenta, contra el gobierno, contra los empresarios, contra la política económica que imponen los bancos extranjeros, contra la violación insistente del régimen constitucional y de los derechos humanos. Y si la tradición obligaba al presidente de la República a compartir unos cuantos metros de desfile y después, desde el balcón de Palacio Nacional presenciarlo, el abandono de esa costumbre, el encierro en locales acompañado, no obstante, de protestas evidentes como ocurrió hace un año, o la moda de este: un actito en el Zócalo, rompe con la mínima oportunidad del verdadero, aunque violento, diálogo social.
La historia del sindicalismo en México, desde el famoso y malhadado Pacto de la Casa del Obrero Mundial, producto de la traición de un grupo de líderes que abandonaron sus tesis anarquistas para convertirse en paleros del constitucionalismo marrón del tal Carranza, hasta las últimas manifestaciones del corporativismo, es un ejemplo de la traición permanente y del fraude institucionalizado en contra de los trabajadores. Y, por lo mismo, en contra de México.
La política de pactos, creada con particular eficacia en la crisis de 1987 y continuada luego con bastante menos gracia, no es más que un instrumento para aplastar los salarios y salvar la inflación, con las plumas siempre dispuestas a firmar de los corporativos. Que son los mismos líderes que también firmaron la supuesta petición para acabar con la Seguridad Social, y firmarían lo que fuera con tal de que se mantengan sus privilegios fundados en las cláusulas de exclusión, sin las cuales sus organizaciones se desintegrarían en cinco minutos.
Hoy se resuelven en la ineficacia real de sus maniobras elementales, sin pizca de inteligencia, para poner al Congreso del Trabajo en manos de un personaje turbio y escaso que los acompaña en su camino. Por supuesto que designado por quienes gobiernan, por derecho sucesorio antidemocrático y gerontológico, las estructuras sindicales.
¿Sindicatos? Organizaciones mercantiles fundadas en la corrupción y en la impunidad, comisionistas de contratos colectivos de trabajo de protección, dueños de las representaciones llamadas, con humor negro, obreras, en cualquier organismo tripartito de esos que juzgan o administran intereses que deberían ser sociales y no son otra cosa que una fuente de negocios.
Hoy se aferran a la vieja ley corporativa y fascista. La quieren alimentar de una ``nueva cultura laboral'', eso sí, definida con buen estilo en defensa de sus intereses empresariales por las organizaciones de empleadores y suscritas, además de los testigos oficiales, por organismos sin futuro del movimiento sindical que no se mueve.
Por lo menos el viejo más viejo tenía gracia.