Luis G. del Valle
Pecado original y ``estado de derecho''

Durante mucho tiempo entendimos el relato bíblico sobre la prohibición de Dios de comer el fruto prohibido --que después fue llamado pecado original-- de una manera equivocada. Eso impidió que captáramos la profundidad y la actualidad de su mensaje. No prohíbe Dios comer del fruto del árbol del bien y del mal por un capricho. Con la prohibición se expresa que no se convierta el humano en juez por sí y ante sí de lo bueno y de lo malo, apartándose de la voluntad del único Dios verdadero de que todos los seres humanos vivamos como verdaderos hermanos/as en un compartir fraterno de la vida y de todos los bienes de la creación.

Y nos apartamos de esa voluntad divina cuando se impone como norma de convivencia social no el bienestar común, sino los intereses egoístas de una persona o grupo poderoso. De esa imposición derivan todas las injusticias y la destrucción de la hermandad. Quienes realizan esa imposición antifraterna usurpan el lugar del único Dios, y con mucha frecuencia pretenden hacerlo en el nombre del mismo Dios, ``transformándose en falsos dioses''.

Esa manera opresora de proceder la encontramos repetida innumerables veces a lo largo de la historia en los diversos ámbitos de convivencia, tanto en lo interpersonal como en lo comunitario y social. Constituye una plaga pervadente que llega a parecer lo más natural, lo que suele ser y hasta lo que debe ser.

Frente a esa arraigada tendencia, necesitamos examinar constantemente: ¿quiénes están imponiendo a los demás (en nombre de Dios) sus intereses egoístas? ¿qué mecanismos y artimañas emplean para hacerlo? Esa luz nos permitirá descubrir múltiples opresiones, unas muy burdas, otras más sutiles.

Así, como un ejemplo, la conquista de América realizada por los cristianos españoles y portugueses tiene mucho de ese pecado original, cuando en sus ansias de riqueza y poder sometieron a los pueblos autóctonos. Más allá de sus declaraciones de propósitos, los hechos demostraban los intereses operantes de esas personas.

¿Qué tiene que ver todo eso con el ``Estado de derecho''? Pues precisamente que nos encontramos con una variante, esta vez ``laica'', de ese mismo modo de proceder. Es innegable el servicio que puede prestar a una sociedad compleja una legislación justa, sólida y bien aplicada. Por eso consideramos indispensable una lucha continua e incansable para lograrlo, a pesar de tantos obstáculos y frustraciones en el camino.

Sin embargo, resulta cínico invocar el Estado de derecho para imponer leyes claramente favorables a grupos poderosos. Dichas leyes muchas veces son expresamente elaboradas para imponer los intereses de esos grupos, aunque con frecuencia disimulados con otras razones. (Recordemos el ejemplo reciente de la elevación del IVA al 15 por ciento, y el ilustrativo gesto del representante ``popular'' que obtuvo ese triunfo.) En otras ocasiones, las leyes son formuladas con intenciones de imparcialidad, pero la práctica va mostrando que son injustamente lesivas para algunos grupos, con frecuencia marginados en la práctica diaria y no representados en el cuerpo legislativo: leyes hechas por varones, citadinos, alfabetos.

Tener el descaro de argumentar el cumplimiento de la ley en estos casos es tragarse entero el fruto prohibido generador de opresión. El fruto prohibido de declarar bueno lo que favorece a los intereses particulares de un grupo, y malo lo que va contra ello. Sobre todo cuando en otras muchas ocasiones han transgredido constituciones y leyes a su antojo. Cuando han obtenido que el grado de corrupción e impunidad de nuestro país lo lleven a los primeros lugares, no sólo en nuestro continente sino en todo el mundo.

Y añadirle el título cuasi sagrado de ``Estado de derecho'' es una variante ``científica'', ``jurídica'' de la intolerancia religiosa tan aborrecida. Utilizar palabras dignas de respeto para tratar de justificar el capricho y la opresión.

Constituye un ultraje más contra la palabra, ya tan devaluada por la demagogia que nos pervade desde hace siglos. Y más ahora, cuando aprovecha el tremendo alcance de los medios de comunicación masiva, en particular de la televisión. Si de todas maneras van a imponer sus decisiones sobre los más débiles, por lo menos deberían tener la honestidad de llamar a las cosas por su nombre. Y proclamar que aquí no valen la dignidad humana ni las razones, sino los intereses de los caciques y del capital. Y la fuerza de los mejor armados.