MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
El próximo 10 de mayo
Para Germán y Juana Inés
Anoche me habló mi hermana Angela. Estuvimos de acuerdo en que será mucho mejor que volvamos a celebrar este 10 de mayo en la casa, así mi mamá podrá darse el gusto de cocinarnos y hacerse las ilusiones colgando en el respaldo de la silla la chamarra de Raziel. No es lo único que conserva de mi hermano: tiene guardados todos sus pantalones y sus camisas. Mil veces le hemos dicho a mi madre que lleve esa ropa a algún asilo donde pueda servirle a otro joven; ella se niega, dice que no puede disponer de las cosas del Ra sin su permiso.
Raziel es mayor que Angela y yo. En junio del 92, cuando se fue a Estados Unidos, prometió que volvería para el 10 de mayo. Al año siguiente, para esa fecha, mi mamá --que siempre le creyó todo a Raziel-- quiso que fuéramos al aeropuerto a esperar a su hijo. Nos costó muchísimo trabajo hacerla desistir --``ni siquiera sabemos a qué hora o en qué línea viene''--; a cambio, accedimos a dejarle a mi hermano un sitio en la mesa. Jamás se lo he dicho a nadie pero ya desde entonces dudaba de que el Ra fuera a cumplirle a mi madre; quizá por eso me resultó tan triste acomodar los platos donde supuestamente comería. Fue mucho peor la visión de mi madre asomándose a la ventana o abriendo la puerta cada que se escuchaban pasos en la escalera.
Si aquel día no terminó en desastre fue gracias a mi cuñado José. Pepe es buenísima persona y muy simpático; se dio cuenta de lo que estaba sucediendo y para aligerar la situación se puso a hacer imitaciones de artistas. Hasta mi mamá lloró de risa. Me alegré suponiendo que se le había olvidado que un lugar continuaba desierto en la mesa. Comprendí mi error cuando, después de un momento de ausencia, mi madre reapareció con la chamarra de Raziel entre las manos y la colgó en el respaldo de la silla que siempre había ocupado mi hermano. Se dio cuenta de nuestra sorpresa y antes de que le pidiéramos una explicación nos dijo: ``es su preferida. Me encargó que se la cuidara y quiero que al entrar la vea... ¿Por qué me ven así? ¿No creen que llegue?''
Desde entonces, el 10 de mayo, mi madre siempre hace lo mismo, con la diferencia de que en sus ojos, donde antes había tanta esperanza, ahora hay una expresión cada vez más triste. Todos la notamos y nos preocupa, tanto que decidimos sugerirle a mamá que traspase su departamento y se vaya a vivir por temporadas a la casa de Angela y a la mía.
La primera vez que se lo propusimos mamá se disgustó y hasta hoy sigue rechazando nuestra invitación. Dice que mi padre y ella siempre pensaron que morirían juntos y que en vista de que eso no pudo ser, al menos quiere salir del mismo sitio de donde él salió. No digo que ese motivo sea falso, pero creo que tiene otro igualmente poderoso para aferrarse a su departamento: la esperanza de que Raziel vuelva, como ella dice, ``si no éste, el próximo 10 de mayo''.
¿Cuánto tiempo resistirá mi madre la espera? No lo sé. Ella tampoco y a veces, cuando Angela y yo vamos a visitarla, nos pregunta qué nos dice nuestro corazón. ``Que tu hijito es un malagradecido, que de seguro la está pasando muy bien y lo tenemos sin cuidado'' --le miento, a sabiendas de que me estoy ganando su antipatía. Prefiero eso a confesarle lo que verdaderamente pienso: que Raziel está muerto, porque de otra forma él habría cumplido su promesa.
No es fácil aceptar esta posibilidad, ni siquiera porque siempre la he considerado. A veces, cuando en el periódico aparece la noticia de algún mexicano fallecido en el intento de cruzar la frontera, me acerco y miro las fotografías de los hombres que siempre aparecen tirados bocabajo sobre la tierra seca. A mi marido le disgusta que haga caso porque, según él, lo único que hago es sufrir inútilmente ya que mi hermano se fue al norte hace años y no puede ser ninguno de los que aparecen en la foto. Me defiendo diciéndole que no sabemos nada, ni siquiera si Raziel alcanzó a cruzar la frontera y todavía está allí, en alguna parte, esperando y sin atreverse a confesarnos su fracaso y a pedirnos ayuda. Mi palabrería no engaña a mi esposo y menos a mí.
Para evitarle al menos la visión del lugar vacío en la mesa, el año pasado decidimos convencer a mi madre de que celebráramos el 10 de mayo en un restaurante: ``Así no se cansará cocinando para nosotros'', le dijimos. Casi lloré cuando me respondió: ``En el cansancio no se fijen. Me gusta cocinarles. Además, me preocupa que mientras estemos fuera llegue el Ra. No habrá nadie que le abra la puerta. Imagínate: regresar de tan lejos y no hallarme''.
Entonces le dije lo que le he repetido tantas veces: ``Resígnese, mamá: su hijito predilecto es un ingrato. Si hubiera tenido algún problema ya estaría aquí o al menos hubiera escrito pidiéndonos dinero. Que no lo haya hecho significa que está bien. Así que anímese y piense que aparte de su queridísimo Ra tiene dos nietos, sus hijas, sus yernos que la adoran y desean festejarla en su día. ¿Acepta que la llevemos al restorán? Dígame que sí''.
Llegamos tarde. El capitán nos dio una mesa para cuatro siendo que éramos ocho, contando al bebé de Angela, a mi hijo Ariel y a mi cuñada Teresa. Quedamos tan apretados que no había ni dónde poner las bolsas y más que a mi mamá le dio por llevar la que usa siempre y es enorme. Eso no fue todo: nos tocó de vecina una familia que hacía un escándalo tremendo y acabó por despertarme al Ariel.
Si hay algo que mi marido no soporta es que le molesten a su hijo, así que se levantó y fue a pedirles a los vecinos que por favor no hicieran tanto ruido. Pensé que iba a armarse una discusión, pero no fue así. La mamá a la que estaban festejando se disculpó: ``Perdonen por favor. Es que estamos muy contentos porque mi Celso vino a pasarse conmigo el 10 de mayo. Salud, hijo''. Entre las risas de los demás comensales se levantó un muchacho bajito, moreno, vestido de vaquero y con un sombrero tejano. Vi las plumas de colores que lo adornaban cuando agachó la cabeza para saludarnos. Después ocupó su sitio y besó a su madre. Ella, orgullosísima, propuso otro brindis por el recién llegado. Se oyeron silbidos, aplausos y el entrechocar de las botellas.
Mi esposo volvió a suplicarles a nuestros vecinos que por lo menos le bajaran un poquito el volumen a su fiesta, que el hecho de que estuvieran tan contentos no significaba que escandalizaran de ese modo. La madre del joven vestido de vaquero, desde su sitio, se dirigió a mi mamá: ``Ay señora, estamos bien contentos porque volvió mi muchacho del norte. Llevábamos siete años sin verlo, yo hasta creí que no regresaría. Pero gracias a Dios, aquí lo tengo. En mi caso, ¿a poco no estaría igual de contenta?'' Mi madre sonrió y tomó la carta más que para leerla, para cubrirse con ella. ``Pida lo que quiera'', dijimos todos al mismo tiempo y eso provocó nuestras risas.
Para no dar tiempo a que surgiera entre nosotros la presencia de Raziel --o, mejor dicho, su ausencia-- discutimos mucho acerca del menú. Apenas terminamos de ordenar, mi esposo y Pepe hablaron del mundial de futbol; Angela insistió en lo bien que le había quedado a mi mamá el vestido que acababa de regalarle, yo protesté de que la festejada no hubiera estrenado la bolsita que a nombre de mi esposo y de Ariel le había comprado.
Imaginé cómo habría sido mi madre en su época de estudiante cuando la oí decirme, con el tono de una niña que se excusa ante su maestra: ``Está chulísima y no sabes cuánto te la agradezco, lo que pasa es que me pareció pequeña para todo lo que necesitaba traer''. Angela aprovechó el momento para salir de dudas: ``Desde que subimos al coche iba a preguntarle qué tanto carga esa bolsota''.
Tuve la impresión de que mi madre sólo estaba esperando esa frase para actuar como lo hizo: se inclinó, forcejeó con el cierre de su bolsa y recuperó la sonrisa cuando al fin logró sacar la chamarra de Raziel. Indiferente a nuestra sorpresa, la puso en el respaldo de su silla. Parecía como si mi hermano la abrazara. Ella debió pensarlo también y me alegre de saberla feliz. Luego tomó una botella de cerveza, la levantó y le dijo a nuestra vecina: ``Salud, señora, y muchas felicidades''.