La Jornada Semanal, 10 de mayo de 1998
La mujer guapa, de unos 32 años, vestida con una amplia crinolina y zapatos altos de tacón de aguja, sale de una cocina que brilla de limpia. De no ser por la estufa eléctrica, el refrigerador de dos puertas, el lavavajillas, la licuadora y el tostador, uno pensaría que está en un laboratorio. No se le mueve un pelo, el crepé se sostiene por múltiples rociadas de spray. La boca, presumiblemente roja (aun no hay televisión en color), está perfectamente delineada en forma de corazón. Cruza apresuradamente una estancia de sillones circulares y mesas de mármol que también brillan del limpias. Ahora casi corre. Se rompe el corazón de su boca en una gran sonrisa. Abre la puerta de la casa al momento en que su esposo se baja de un flamante Chevrolet Bel Air 1957. Los cromos de las grandes aletas reflejan los últimos rayos de la luz vespertina. Una pareja de niños deja en la acera una robusta bicicleta y abraza de las piernas al padre que, como caballero antiguo, regresa triunfante de la diaria batalla laboral, para levantar sus ojos al cielo y dejarnos ver, en una rotunda cara de satisfacción, que vale la pena vivir.
De qué es el anuncio, no importa; puede ser el coche, la estufa, el detergente, el bilé, la casa. Todos son símbolos de la verdadera economía de consumo que nos ha traído la bonanza económica de la posguerra. La vida es perfecta, estamos llenando el mundo de aparatos que nos hacen todo más fácil y de niños saludables (hay que reponer las bajas de la batalla) que, pase lo que pase, siempre tendrán un Ford en su futuro.
La niña que dejó la bicicleta hace diez años ya no trae el alto peinado de la madre y, qué descuido, no se ha pintado la boca, ni los ojos. El pelo largo se le escurre por los hombros y la espalda. ¿Se lo habrá lavado? La crinolina y el tacón alto han sido reemplazados por jeans y huaraches. En la mano trae un brasiere. Supongo que no se lo va a poner ante la cámara del noticiero de las ocho, porque si bien las cosas han cambiado mucho, es un horario familiar donde no se permite enseñar mujeres medio desnudas (a menos que sean aborígenes de çfrica). No se lo pone ...¡lo quema!, y no es la única: junto a ella, decenas de mujeres han hecho una gran pira de brasieres que se consumen ante los ojos atónitos del reportero que termina su nota para pasar a un corte comercial donde vemos un desfile de limusinas -todavía queda algo del viejo orden- que se dirigen a un entierro. Mientras descubrimos a los distintos pasajeros, todos hombres y mujeres pomposos, que se volvieron arrogantes de tanto comprar aparatos y automóviles, escuchamos la voz del difunto que dicta su testamento: ``A mi esposa, que nunca supo el valor de un peso, le dejo precisamente eso... un peso.'' Al final de los Cadillacs y Lincolns vemos un pequeño Volkswagen conducido por un muchacho modesto, francamente compungido, y oímos: ``...y a mi sobrino que siempre apreció el verdadero valor de las cosas, le dejo toda mi fortuna de mil millones'' (para que se compre una limusina y deje de andar en ese horroroso coche).
Los niños que descubrieron el consumo hace apenas diez años, ahora parece que lo desprecian. Miles de ellos, pintarrajeados como apaches, se han reunido frente al Pentágono con la firme intención de hacerlo levitar con el poder de sus mentes. ``All you need is love'', dicen los Beatles y en un famoso anuncio jóvenes de todos los países se reúnen en una colina de Italia para cantar himno cuya letra es ``quisiera al mundo darle amor...'' y una Coca-Cola.
Pero el amor es algo que no sólo se puede ejercer en teoría, y los ``baby boomers'' se lanzan con singular alegría a hacerlo... ¡fuera del matrimonio! Con la complicidad de los anticonceptivos y la penicilina, toda una generación atenta contra la institución que ha llevado hasta nuestros hogares magníficas series como Papá lo sabe todo y ahora pretenden, desde su horizontal postura, destruir la base misma de la sociedad, sin que nadie haga nada. Las esposas de los cincuenta se han convertido en los çngeles de Charlie de los setenta.
No en balde el perfume más famoso de la década se llama también Charlie, y lo que muestran los carteles que aparecen en todo el mundo es una mujer sola (¿qué, los perfumes no son para agarrar marido o por lo menos amante?), que camina decidida (no bajo la protección de un brazo masculino como debe ser), vestida de ejecutivo (¡como hombre!), dispuesta no a ligarse un galán, sino a pasar sobre él.
Poco a poco la generación del amor, liberada de las ataduras sexuales y familiares, empieza a cambiar el nosotros por el yo. Redimir a la humanidad es una tarea imposible, salvarse a sí mismo es más fácil. Ya no queremos darle amor al mundo, sino recibir sus beneficios individualmente y a carretadas. El ideal no es formar un hogar, sino un capital. ``Piensa en chico'', la frase que hizo popular a Volkswagen, carece ya de sentido. Los héroes de los ochenta no son ni el padre de familia, ni el ama de casa, ni los revolucionarios... sino los agentes de bolsa de Wall Street: jóvenes generales uniformados con trajes de Armani, armados con computadoras, conduciendo no los legendarios Jeeps, sino autos BMW, con la esperanza no de vivir en una comuna, sino en un departamento en Park Av. (o en su defecto en Polanco).
Pero no todo es felicidad en este paraíso bursátil. Una enfermedad que se dice ataca a los homosexuales, cuyos primeros brotes aparecieron en çfrica o Haití (un chiste de la época: ¿cuál es el peor momento del sida? Cuando tienes que convencer a tu madre de que eres haitiano), le está dando en la torre al logro más tangible de los últimos años: la revolución sexual. De un día para otro, toda una generación descubre que no es inmortal. Pareciera que sus desenfrenos finalmente sí tienen un precio y se paga ahí... donde más duele.
Hay que recuperar la salud perdida. Millones de gentes asaltan calles y parques para correr. Por primera vez en la historia, la humanidad se mueve presurosa para no ir a ningún lado. Los supermercados se llenan de productos bajos en calorías, en sodio, en grasas, en sabor. La revista Advertising Age nombra a Diet Coke el producto de la década. La gente deja de fumar, de beber alcoholes fuertes. Se vuelve chic pedir una copa de vino o un Tehuacán (llamado Perrier, desde luego). Es más digno traer un paquete de condones en la bolsa, que unos Marlboro. Todo es peligroso, respirar, comer, beber y, sobre todo, coger.
La comida es virtual, la bebida es virtual y hasta las relaciones humanas también se empiezan a volver virtuales a través del internet, donde uno puede platicar por escrito y, muy pronto, verse y oírse sin el temor a ser infectado. La gran aportación publicitaria de los noventa son los infomerciales, donde extraños personajes que nos recuerdan a los primitivos locutores de los cincuenta nos venden todo lo que siempre quisimos, desde aparatos para hacer lagartijas, hasta pelapapas y quitamanchas que uno puede comprar por teléfono o computadora... sin salir de casa.
Esta generación aséptica y enclaustrada finalmente ha descubierto que son muy pocos los que pueden tener un auto de lujo y vivir de especular en la bolsa; que es imposible tener un pent-house o vestirse en Armani y que es un suicidio cambiar de pareja cada semana. De pronto, la idea de formar otra vez una familia no suena tan mal: ``¿Qué te parece si, dado que ya nada más me acuesto contigo, nos casamos y hasta tenemos hijos? Compramos una casita, vemos los 100 canales de cable en las noches, los fines de semana podemos ir de compras y, bueno, me encantaría que todas las tardes me recibieras con tu boca pintada de rojo y una pasta de microondas, baja en sales y grasas, y un vaso de refresco dietético. ¿Qué más puede uno pedir de la vida?''