La Jornada Semanal, 10 de mayo de 1998



Francisco H. Alfaro Salazar
Alejandro Ochoa Vega

ensayo

Estas ruinas que ves

La arquitectura de los cines de nuestro siglo ha sufrido transformaciones importantes: de las grandes salas al video. Alejandro Ochoa Vega y Francisco H. Alfaro Salazar examinan las razones de estos cambios y su repercusión en nuestra forma de apreciar y comprender el mundo a través del séptimo arte. Ambos son autores del libro Espacios distantes, aún vivos. Las salas cinematográficas de la ciudad de México, editado por la UAM-Xochimilco. Son también arquitectos e investigadores de esta institución.



Los grandes cines y su arquitectura


Nunca diario alguno dio la noticia de su muerte, desaparición o largo viaje. Jamás nadie se conmovió por su ausencia sino que simplemente nos fuimos acostumbrando a no verlos más. Sus siluetas se desdibujaron en alguna esquina soleada o tras un farol encendido. Eran en cierto modo leyendas de la moderna ciudad.

``¿Dónde se fueron?''

Rafael Cardona, 1981

Los ciudadanos de fin de siglo nos hemos acostumbrado a mirar dinámicos cambios en nuestras urbes. La traza sufre transformaciones y ampliaciones; buena parte de la arquitectura del pasado desaparece y se asoman en el panorama otras tendencias, algunas de las cuales son recreaciones del mismo pasado que se borraron en la ciudad, aunque no siempre de la misma calidad. En las postrimerías de nuestro siglo XX, estamos viendo desaparecer uno de sus géneros arquitectónicos más representativos: la gran sala cinematográfica. Es impresionante la velocidad con que los viejos cines del país han sido afectados o demolidos; caen pedazo a pedazo y la sociedad ha mostrado una increíble indiferencia. Sólo en casos aislados, empresarios, gobierno o grupos sociales han sido partícipes en el rescate de algunos cines, como el ahora teatro Metropólitan en el DF, o el Alameda, hoy Teatro de la Ciudad, en Querétaro.

El origen del edificio para cine puede remontarse a la última década del siglo XIX, aunque su verdadero desarrollo se da en el XX. Las ciudades de todo el mundo vieron arribar este concepto hasta entonces desconocido; su detonador fue un invento de carácter científico que usaba las fotografías fijas armadas en secuencia para dar la impresión de movimiento. Los experimentos llevaron a Thomas Alva Edison a desarrollar el kinetoscopio, y a los hermanos Lumire el cinematógrafo, este último un aparato proyector que abría todas las posibilidades de un goce o disfrute colectivo, a partir de la ampliación de imágenes sobre una pantalla.

El salón de cine tiene que ver con el invento de los Lumire, y son de hecho ellos quienes, al adaptar en París un espacio paraÊuna proyección pública en diciembre de 1895, dan inicio a este primer concepto de la exhibición: el recinto preexistente adaptado para tal fin. Esta experiencia parisina de inmediato se propagó por todo el mundo y a México llegó en 1896. El sito de tal acontecimiento fue en un local muy conocido del centro de la ciudad de México, la Droguería Plateros, que se ubicaba en la actual calle de Madero No. 9. En el resto del país, fue posible gozar este nuevo entretenimiento gracias a los audaces y temerarios trashumantes, que lo llevaron a los rincones más distantes e incomunicados; así como a los incipientes empresarios locales que de inmediato adaptaron inmuebles o construyeron jacalones para la exhibición.

La respuesta del público fue tal, que los exhibidores de los primeros años aprovecharon teatros, casas y cualquier otro recinto que pudiera funcionar para la proyección cinematográfica; la demanda popular se conjugó con las expectativas de `hombres de negocios', quienes incluso montaron carpas en plazas, jardines y parques. Todos estos espacios adaptados fueron el lugar posible para improvisar la magia de un nuevo esparcimiento, que paulatinamente se fue volviendo parte de la vida cotidiana. Este desarrollo del nuevo invento encontró vía de salida ante los esfuerzos modernizadores en las ciudades; la noción de una idílica provincia se alejaba ante los embates de una urbanización que generaba nuevas colonias y barrios. Esta vida urbana en proceso fue la simiente para la consolidación de los salones cinematográficos; en ellos podían ofrecerse también otros entretenimientos, como el teatro de revista, conciertos y hasta el ``dancing'', convirtiéndose en recintos de convivencia. Cines como el Salón Rojo en el DF, el Verde en Guadalajara, el Path de Querétaro, así como el París de San Luis Potosí, entre otros, demuestran que el interés popular hacia la imagen en movimiento había ganado su lugar en la sociedad de la época.

Más adelante, surgirían los teatros-cinemas como el Olimpia de la capital del país, con los cuales se define más claramente este género arquitectónico en ciernes. Cabe decir que justamente ese cine Olimpia, inaugurado en 1921, y con diversas intervenciones al paso del tiempo, es el caso mexicano más antiguo aún en funciones, aunque dividido en tres salas. Y nosotros nos preguntamos: ¿por qué no rescatarlo como una sede del Festival del Centro Histórico, de la Muestra Internacional de Cine y como recinto excepcional para grandes estrenos, donde las viejas y nuevas generaciones puedan seguir apreciando un concepto de exhibición cinematográfica monumental y espectacular, ahora prácticamente en extinción?

En cuanto a las características arquitectónicas, la deuda con el espacio teatral fue muy significativa en los cines construidos entre los años veinte y cuarenta. Pórtico, marquesina, vestíbulos-foyer, lunetario, anfiteatro, balcones, palcos y galería eran los elementos retomados, que en conjunto propiciaban el goce, ya no escénico, sino cinematográfico. Con todo, el gran valor de los antiguos cines era no sólo resolver adecuadamente el que una multitud -que podía llegar hasta los seis mil espectadores- disfrutara de la exhibición de películas, sino que en sus fachadas y espacios interiores, el espectador pudiera envolverse de esa magia y fantasía del imaginario colectivo. La arquitectura era en ese momento parte de la urbe y de la sociedad.

Los primeros diseñadores fueron adentrándose en este género en ciernes, experimentando con edificios que trataban de resolver las necesidades del cinematógrafo. Los nuevos coliseos respondieron a las propuestas que diversos especialistas generaron por experiencia propia o recurriendo a la consulta de manuales extranjeros, o visitando edificios afines en los Estados Unidos. Así, arquitectos como Carlos Cromb (Olimpia del DF y varios Alameda del país) y Francisco Serrano (Encanto y Teresa, entre otros), combinaron su labor como empresarios, proyectistas y constructores de foros para la exhibición, desarrollando paulatinamente criterios paraÊdiseñar estos recintos.

Los ejemplos que nacieron en aquellos años veinte fueron legando lenguajes plásticos que les dieron identidad a estos edificios, y que generaron una presencia arquitectónica inédita en las ciudades. Tal valoración no es sólo por su imagen, sino por la cantidad de casos que fueron poblando barrios y colonias, así como paseos y corredores urbanos en una invasión que duró cincuenta años. Del eclecticismo arquitectónico presente hasta los años veinte, se pasó al neocolonial y art déco de la década de los treinta, al racionalismo de los cuarenta, y finalmente al funcionalismo internacional de los cincuenta y sesenta. De los decorados solemnes, se llegó a los ambientes vernáculos y exóticos, hasta concluir con los espacios sobrios y elegantes de una modernidad arquitectónica, donde los cines fueron dignos representantes.

Ejemplos pueden citarse muchos, en cuanto a que la proliferación de cines en todo el país fue tremenda, y para los años cincuenta México llegó a más de dos mil salas, es decir, el décimo lugar en el mundo. Los cines Alameda y Colonial que se construyeron en varias ciudades, correspondieron al espíritu nacionalista que recuperó ambientes y decorados de un estilo neobarroco, pero que incluso rebasaba lo estrictamente arquitectónico, para más bien crear escenarios de fantasía. Esta tendencia de recrear y ambientar fachadas y espacios interiores propició también la recurrencia a lenguajes exóticos, como los árabes y chinos, que inspiraron decoraciones para los cines Cairo y Palacio Chino en la ciudad de México o Juárez en Ciudad Mendoza, Veracruz. No obstante, en los años treinta también fue común la adopción de una imagen más moderna en las salas cinematográficas, como el estilo art déco aplicado en los casos del Encanto, Máximo e Hipódromo en el DF.

A partir de la década de los cincuenta, las grandes salas sustituyeron los acartonados decorados interiores por la espléndida obra plástica que adornó tanto vestíbulos como salas de proyección. Son de recordar el mural de Manuel Felguérez en el cine Diana o el hoy desaparecido telón de Carlos Mérida en el Manacar, ambos en la ciudad de México. Aunque más sobrios, los cines no dejaron de ser espectaculares debido también al desarrollo de la tecnología cinematográfica, la cual aportó sistemas como el cinemascope y technicolor, o más tarde la proyección en 70 milímetros, todos ellos, cabe decir, también como respuesta a la ya presente competencia de la televisión. Salas modernas que incorporaron estos avances fueron, entre otras, el Diana de Guadalajara o el Hollywood Cinerama de la zona conurbada del Estado de México con el DF.

De los años setenta a los noventa se introducen otros modelos de exhibición como son los multicinemas, incorporados a los nuevos modos urbanos de los centros comerciales, además de la opción del video, que se comercializó desde los ochenta. Poco a poco nos fuimos acostumbrando a estos cambios.

Es posible entender que paulatinamente la vida en sociedad no sólo ha evolucionado, sino que también ha generado cambios en las relaciones que en su interior se desarrollan. La arquitectura de todos los tiempos ha sido abandonada, transformada, o recuperada en intervenciones de la más diversa índole. Los nuevos espacios para la exhibición de cine han generado una forma diversa de aproximarse al goce cinematográfico. Los grandes espacios han cedido ante el embate de la modernidad, y muchos de ellos están sólo en la memoria de generaciones que los recuerdan como un pasado emotivo. La pérdida de estos coliseos se ha convertido en una constante en la que pocos han podido permanecer como recintos cinematográficos, y varios han perdido su esencia, en intervenciones poco afortunadas, y que muestran un desprecio hacia ellos.

Así, unos cuantos recordamos la existencia de cines entrañables como el Alameda, el Regis, el Chapultepec y Palacio Chino en el DF, el Diana de Culiacán o el Alameda de Guadalajara, por mencionar sólo algunos de tantos que han pasado al libro de los recuerdos, en todo el país. Pensando en los que permanecen, es deseable mantener algunos de estos viejos salones, en la medida en que podamos rescatarlos del olvido al que los hemos destinado. La pertinencia de su conservación se justifica por ser ejemplos arquitectónicos de valor, documentos de un pasado que se pierde poco a poco, y objetos de utilidad ante las necesidades de una sociedad que demanda sitios de recreación. Con proyectos integrales de rescate arquitectónico, y haciendo uso de las tecnologías contemporáneas, esos viejos palacios para la exhibición cinematográfica podrán permanecer como sitios vivos, en los albores de un nuevo milenio.