La Jornada Semanal, 10 de mayo de 1998



Domingo breve

Juan Villoro

Telejusticia

La televisión mexicana se ha adaptado con tal eficacia a los tiempos que corren, que muy pronto podremos ver asesinatos en vivo. En un país donde la experiencia central es el delito y donde ninguna emoción supera al miedo, no es raro que nuestro espejo incluya cadáveres a media autopsia. Cada vez es más frecuente que un hombre de nariz rota y apodo agraviante (del Conan al Nenepil) haga su declaración preparatoria ante las cámaras. Como es de suponerse, el interés por los sombríos peldaños del crimen no es privativo de México; la televisión norteamericana ha creado estampas policiacas que nos parecen canónicas sin haberlas presenciado: la silueta de gis en el asfalto, el arma en una bolsa de plástico, el lugar de los hechos circundado de franjas amarillas, el abogado que exclama ante un juez de toga y martillo: ``¡Protesto, su señoría!'' Nuestra corteza cerebral ha sido afectada por series donde los buenos no pierden el conocimiento cuando los aporrean con una llave de tuercas y los malos son esposados antes de saltar de una azotea (que suele estar en el piso 33). Por otra parte, la cobertura en directo de delitos auténticos ha transformado a la televisión en una elaborada variante de los circuitos cerrados que antes sólo contemplaban los policías bancarios. De manera célebre, CNN siguió por control remoto la última fuga de O. J. Simpson, máximo escapista del futbol americano.

La ``muerte en vivo'' no es una paradoja oriunda de México, pero aquí asume otras características. En esta hora sin brújula, la televisión es percibida como un medio de procurar justicia. Durante décadas, nuestro poder judicial operó con tenaz impunidad. Aunque violaba los Derechos del Hombre, era oportuno a su manera. Cuando la policía de veras quería detener a alguien, sabía encontrarlo como al Tigre de Santa Julia, en el más inconveniente de los excusados. Este orden empieza a desaparecer sin ser sustituido por otro, y en los callejones del hampa casi se extraña la seguridad del viejo régimen. ¿Qué es preferible, controlar a un judicial con sobornos o reincorporarlo a la sociedad civil? Los demonios andan sueltos y los policletos pedalean muy despacio.

Ante tamaño deterioro, la televisión se ha convertido en un tribunal alterno. Cuando el Yeyo se entregó en Televisa por haber victimado a su novia, muchos pensaron que el torero buscaba en los reflectores un nuevo traje de luces; sin embargo, lo que estaba en juego no era la vanidad del primer espada sino la impartición de justicia. A propósito de un criminal que se rindió ante la televisión argentina, escribe Beatriz Sarlo: ``El presunto asesino que corre a un canal para autoinculparse percibe allí más garantías que en la institución policial: mayor velocidad de la maquinaria burocrática, mayor seguridad para su persona después de la publicidad del hecho, ayuda para la familia que quedará librada a su suerte mientras él esté preso, un abogado gratis y más interesado en su caso que el defensor de pobres que proporcionaría el Estado. Paternalismo televisivo en una época donde el paternalismo político [...] ya no puede garantizar el intercambio de servicios que antes desplegaba.'' Las cámaras y los micrófonos prometen veracidad en un medio donde los expedientes son una rama del realismo mágico y los separos el sitio ideal para que el sospechoso se inculpe del asesinato de Carranza. ``En lugar del caudillo político, que mediaba entre sus fieles y las instituciones -continúa Sarlo-, la estrella televisiva es una mediadora sin memoria, que olvida todo entre corte publicitario y corte publicitario, y cuyo poder no reposa en la solución de los problemas de su protegido sino en el ofrecimiento de un espacio de reclamos y, también, de reparaciones simbólicas.'' El culpable que se arresta a sí mismo en horario triple A entra al juicio con la ventaja de su fama. Aunque no haya recorrido las yardas récord de O.J. Simpson, supone que su nueva reputación impedirá un trámite en secreto. Como los partidos en campaña, la televisión genera esperanzas de justicia que no siempre cumple pero que tienen alto rating. Y esto atañe no sólo a los perseguidos que buscan evitar la tortura sino a las víctimas y los policías. Emblema de la época, el programa Duro y Directo ofrece una peculiar variante de la televisión interactiva. Los testigos que durante años consideraron inútil hablarle a la policía, se dirigen con premura a la línea caliente de Duro y Directo. Los culpables no siempre son detenidos, pero casi siempre son filmados. La mirada es ya una forma de venganza. Además, la impotencia ante la marea de delitos se combate con arrestos ejemplares. No es exagerado decir que las cámaras participan en ellos; la fuerza de la ley depende de la inquietante proximidad en que actúa: un policía jadeante corta cartucho y avisa que será herido en la próxima toma. Si el hecho no se graba a tiempo, las escenas se reproducen con rigor teatral: el ladrón vuelve a empuñar el picahielo, el taxista repite su cara de viacrucis, el agente se interpone con renovada energía. El video es parte integral de la captura porque la última instancia de la justicia es la televisión. Hemos llegado a la sociedad del espectáculo por la más dolorosa de las vías. La cacería de sospechosos nos convierte en testigos de dos milagros: la solución del crimen es una prerrogativa de la pantalla, y el cambio de canal, un atributo de los que no hemos sido asesinados.