La Jornada 12 de mayo de 1998

La detención, a medianoche; la sanción ya estaba decidida

Jaime Avilés Ť A las cuatro de la mañana de ayer, después de catorce horas de negociaciones infructuosas, vencidos por agotamiento y por hambre, sometidos a presiones sicológicas, pero ``con la luna y el sol de Taniperla en el corazón'', los últimos 40 observadores italianos, los ``expulsados para nunca jamás'', partieron de México en un airbus de Taesa, en la obligatoria compañía de 24 agentes de Migración y por lo menos doce policías judiciales, con destino a Madrid.

La crisis concluyó en un pequeño salón del aeropuerto capitalino, donde los pacifistas fueron arrestados en punto de las 0:00 del lunes, en el mismo instante en que expiraron sus visas FM3. La Secretaría de Gobernación había resuelto, de antemano, que les prohibiría regresar en diez años. Pero al tenerlos en su poder, elevó la pena al máximo posible: la eternidad, o lo que reste de ella.

El domingo a las cuatro y media de la tarde, tres horas después de haber estallado el conflicto, Bruno Cabras y Walter Russi, embajador y encargado de negocios de la embajada italiana, en ese orden, acordaron con Federico Mariani que la representación diplomática pagaría el traslado de la misión humanitaria a Estrasburgo, decisión que ``irritó profundamente'' al gobierno mexicano, según fuentes del aeropuerto.

Mañana, la administración del presidente Ernesto Zedillo ratificará la base de un tratado de libre comercio con la Unión Europea, precisamente en aquella ciudad del norte de Francia. Hasta donde sabe, allí estarán, asimismo, los 136 integrantes de la caravana Un puente en vuelo, que el pasado 7 de mayo estuvo cuatro horas en Taniperla, implantando una marca mundial de permanencia en la aldea donde indígenas militantes del PRI y del MIRA mantienen cautivas a 180 mujeres zapatistas.

Itinerario de la crisis

El sábado por la noche, la delegación italiana supo que el embajador Bruno Cabras había perdido el último vuelo a Chiapas y que por lo tanto no se reuniría con Federico Mariani y Vilma Mazza, responsables del grupo. Cabras, sin embargo, prometió que los recibiría al día siguiente en el aeropuerto de la ciudad de México para ofrecer todo su apoyo y toda su solidaridad.

No cumplió su palabra. Los últimos 46 italianos acosados por la prensa y la televisión pasaron la noche del sábado en una casa de San Cristóbal de las mismas, escuchando insultos que subían desde la calle y entraban por las ventanas. El domingo, cuando llegaron al aeropuerto a la una y diez, y vieron que allí tampoco estaba el señor Cabras, temerosos de ser aprehendidos allí mismo se trasladaron a la avenida Palmas número 1994, tocaron el timbre y suplicaron que los dejaran entrar en territorio italiano.

No les abrieron la puerta de su propia casa. Entonces acomodaron las mochilas sobre el césped y el asfalto, mientras el aire ardía a 33.5 grados de ozono y de calor, y muchos se quedaron dormidos. A las cuatro y media de la tarde, Enrico Granara, operador de Cabras, dijo que su patrón estaba de acuerdo: el gobierno italiano les pagaría 56 boletos de Madrid a Estrasburgo. Entre aplausos, los observadores viajaron mentalmente a Madrid en cuestión de segundos, y regresaron a México: faltaba saber por cuál aerolínea se irían.

Por su parte, el anuncio hecho por Granara y comunicado por Mariani a la prensa, viajó rápidamente a Bucareli. Entre las cinco de la tarde y las siete de la noche, diplomáticos, observadores y empleadas de aerolíneas bucearon dentro y forcejearon alrededor de las computadoras de Iberia, Lufthansa, Air France, KLM y Northern, buscando 56 asientos vacíos para meter a los italianos. Pero no había, y cuando había --en un momento hubo 38 en Lufthansa--, de pronto sucedía algo y otra vez ya no había nada.

``Si Migración me ordena por escrito que baje a 40 pasajeros para que suban los italianos, los bajo, me canso, es nuestra obligación. Hay prioridades. Pero si no nos lo piden por escrito, no bajamos a nadie'', dijo a este diario un empleado de Iberia.

La solicitud requerida no llegó nunca, porque nadie la estaba escribiendo. El chiste era que pasara el tiempo. Y ya eran las nueve y media; algunos observadores comenzaban a mirar el reloj con nerviosismo. Walter Russi, el otro operador de Cabras, se acercó intempestivamente con una noticia y la susurró al oído de Mariani: ``Se van por Iberia. Todos. Rápido. Apúrense...''.

A las diez de la noche, cuando los observadores llegaron a la puerta del avión, todos los pasajeros estaban ya a bordo. Un empleado informó por alta voz: ``Iberia ofrece mil dólares a la persona que ceda su lugar a alguno de estos caballeros italianos, que tienen prisa de irse''. La televisión de peluche reportó, en cambio, que ``los italianos, desesperados, ofrecían hasta mil dólares por un asiento''. Sólo 16 lograron subirse, porque habían reservado con toda oportunidad. Los 40 restantes regresaron perplejos a la zona pública del aeropuerto, ahora a la terminal nacional, y vieron, cada vez más de cerca, a decenas de agentes de la migra formando un cerco alrededor de ellos.

Faltaban 40 minutos para la hora cero

Pinocho y Cenicienta. El 7 de mayo, en Taniperla, los observadores regalaron a los niños zapatistas decenas de clones del muñeco Pinocho, el simpático mentiroso italiano de madera cuya nariz retráctil crece o disminuye de acuerdo con el tamaño de su credibilidad. Tres días después, sin embargo, la delegación concluiría su viaje con una involuntaria representación teatral de Cenicienta.

En el mismísimo instante en que las visas FM3 se convirtieron en calabazas, los pacifistas se transformaron automáticamente en bandidos. Tratados como tales, fueron llevados a un salón oficial de categoría vip, donde un representante de Fernando Solís Cámara, subsecretario de Población, les dijo: ``Van a abordar un avión mexicano, pagado por el gobierno mexicano, y van a irse con un grupo de policías mexicanos, hasta algún punto fuera del territorio nacional que les será comunicado a su debido tiempo''.

Entonces comenzó la tortura síquica: no pueden hablar por teléfono, no pueden salir de aquí, los vamos a esposar, acuérdense que los aviones pueden caerse, todo ello, claro está, en susurros por lo bajo, mientras el señor Cabras, ahora sí presente en la terminal aérea, en una sala contigua a la de sus paisanos, intentaba comunicarse con Solís Cámara y con su cancillería en Roma.

A la una de la mañana, Cabras no había conseguido absolutamente nada. De pronto, Granara y Russi llamaron a la prensa y dijeron que el gobierno mexicano había aceptado conceder un ``plazo técnico'' de 24 horas para resolver el problema de los boletos de avión. No era cierto: era un simple truco para ganar una ventaja usando a la prensa. Pero Solís Cámara no se impresionó. El gobierno mexicano, por ningún motivo, podía consentir que los italianos fueran enviados a Estrasburgo. Ese era el punto de vista oficial. Y no era ``renunciable'', según trascendió.

A la una y media, Cabras mandó a otro de sus operadores a filtrar que había un nuevo acuerdo de fondo, mas no de forma todavía: si el embajador firmaba una carta de compromiso, responsabilizándose por la conducta de sus compatriotas, éstos podrían permanecer en el aeropuerto hasta que los admitiese alguna aerolínea. Cabras no estaba de acuerdo: le parecía injusto. Unicamente pedía que les permitieran salir, dormir, comer. Pero no logró conmover a nadie.

A las dos de la mañana, cuatro azafatas de Taesa entraron en el salón de los 40 cautivos, para documentarlos, como se suele decir, y asignarles asientos. Mariani y el padre Vitaliano della Sala, voceros del grupo humanitario a quienes no tomaban en cuenta ni los diplomáticos italianos y mucho menos los operadores de Solís Cámara, presentaron un pliego de cuatro puntos, como condiciones indeclinables para trepar al avión: que les mostrara el plan de vuelo, que les permitieran hablar con el vicesecretario de Relaciones Exteriores de Italia, que los acompañara el embajador y un periodista mexicano de toda confianza.

Siempre por teléfono, Solís Cámara consintió que vieran el plan de vuelo. Y entonces los pilotos pasaron a hablar con Mariani y con Della Sala, y explicaron, con mapas acabados de diagramar, que volarían de México a Gander en seis horas, se detendrían una hora en esa punta del norte canadiense, y después volarían cuatro horas y cincuenta minutos hasta el aeropuerto de Barajas, en Madrid.

Punto. Lo demás ni siquiera fue discutido. A las tres menos veinte, Russi salió y le dijo a un funcionario de Gobernación, en plan de cuates: ``¿Quién va a pagar la cena, el gobierno mexicano o tú?'', preguntó fintando que echaba mano al bolsillo. ``Déjalo, no. El gobierno mexicano, por supuesto'', dijo el otro, rechazándolo. Y por fin, a las tres y cuarto, llevadas por varios de los numerosos agentes de la migra que aún estaban esperando algo en la sala pública, llegaron ocho o diez pizzas.

Testigos presenciales relatan que después de cenar, y habiéndose quedado sin tabaco la mayoría, los pacifistas celebraron una breve asamblea para votar el último punto de la agenda --¿nos vamos o nos quedamos?--, y cuando Mariani contó 16 manos alzadas a favor de la primera opción y ocho por la segunda, anunciaron que estaban listos. Y de esta suerte, el cuento de Pinocho y de Cenicienta acabó a las cuatro y media de la mañana, como el destierro de Adán y Eva, ``con la luna y el sol de Taniperla'' entre ceja y ceja, entre pecho y pecho, entre pierna y pierna.