Ahora que la mayor parte de la humanidad vive en ciudades, la gente de la calle se ha convertido en una constante de la globalidad. Gamines, homeless, marías, en todos lados hay. En cualquier semáforo puedes toparte con dos o tres homeros o con catorce lazarillos de Tormes y ni te inmutas. La asistencia privada propone engordar las chequeras de sus fundaciones para quitárnoslos de enfrente y los policías cariocas recurren al método más simple de asesinarlos.
Los gobiernos urbanos de distintas latitudes empiezan a debatir entre ellas el problema y sus múltiples soluciones posibles: integrarlos, educarlos, meterlos a la cárcel, quitarles los parásitos y los malos hábitos, dejarlos en paz, encontrarles familias que los adopten, hacerlos productivos, encontrar la manera de que se ocupen de sí mismos.
En el fondo de estas complejas maquinarias para convivir que se llaman ciudades y sociedades, hay una enorme culpa colectiva al respecto: en Rusia, en Honduras o en México, todo mundo sabe que cada dólar que se desvía de los presupuestos sociales genera una fracción de nuevo indigente. Y estos individuos son criaturas de la economía: fueron arrojados del campo, de la habitación, del vientre materno o de la fábrica, en dirección a la nada. Pero están en nuestras calles, avenidas, camellones, glorietas, bulevares y esquinas porque se han resistido a reubicarse en La Nada, es decir, han rehusado morirse.
Algunos roban, pero siguen vivos. Otros se drogan, pero no se mueren. Los hay de once años, o menos, que se prostituyen de manera ocasional para hacerse de unos pesos, y viven con ello. En los umbrales de los edificios cerrados, en el fondo de las coladeras, entre cartones y trapos rebosantes de valor de uso y sin ningún valor de cambio, están espesamente vivos, tercamente vivos. El suicidio es, en todo caso, para los magnates arruinados, para los desempleados recientes que ven venir la pérdida de sus pertenencias escasas o múltiples, para los deprimidos de la clase media, para los desesperados que no quieren bajar un peldaño más en la escalera de la pobreza, pero no para quienes ya lo perdieron todo menos la vida. Esos se aferran a los últimos reductos de la existencia. Ante el hambre y la indiferencia y la intemperie y la contaminación y la agresión y las mafias que los explotan, ellos refrendan su determinación de seguir vivos. Como los indios contra tanta conquista, como los judíos ante la maquinaria del exterminio nazi.
Son una representación de la vida que trasciende las gazmoñerías humanas. Cuando los automovilistas y las damas de caridad nos ponemos pálidos y nos desmayamos porque hemos escuchado que la contaminación rebasó la norma, ellos siguen imperturbables, entre los escapes de los autos, su rutina de horas de conmiseración, humor o convencimiento mercantil. Cuando llueve, se mojan, a diferencia de los demás, que corremos a guarecernos para evitar el resfriado. Cuando los agreden los piojos o los policías, se rascan, se curan como pueden y siguen adelante. Su tarea es mantenerse vivos.
En las metrópolis modernas, la humanidad bien puede dividirse entre quienes habitan bajo techo y quienes viven en la calle. Los encargados de diseñar sociedades y economías forman, invariablemente, parte del primer grupo, y son responsables de haber creado o mantenido el segundo, cuya existencia es concebida como un grave problema. A ver si esas crecientes masas de humanos callejeros no resuelven, un día de éstos, que el problema es que haya tanta gente empeñada en joderlos.