Ugo Pipitone
Fusiones

Daimler-Benz se fusiona con Chrysler; Rolls-Royce pasará probablemente dentro de poco bajo el control de Volkswagen y ahora se rumora que Daimler podría adquirir la división de camiones de Nissan: éstas, las noticias de los últimos días. Pero pocas semanas atrás noticias tanto o más importantes ocurrían en el frente financiero con fusiones que veían como protagonistas gigantes de la talla de Citicorp o BankAmerica. ¿Cómo juzgar (mejor, evaluar) estos acontecimientos?

Un economista educado (mejor, formado) en una escuela de pensamiento estrictamente liberal estará en conflicto entre la doctrina y la real-Economics. La doctrina enseña que el valor supremo es la competencia con sus inevitables corolarios ideológicos de libertad y darwinismo social. No pidamos a nuestro economista que, como filósofo, es buen padre de familia, que entienda el ligero contraste entre las dos cosas. Ahora bien, una fusión que crea una empresa de casi 100 mil millones de dólares y más de 400 mil empleados, es inevitable que encuentre en la doctrina económica liberal cierta suspicacia. Pero la real-Economics (cuyo principio esencial es que la realidad es verdad y punto) sugiere olvidar los escrúpulos doctrinarios y de esta manera las fusiones del día podrán ser festejadas como la marcha hacia la reducción costos y la ampliación del abanico de opciones de los consumidores. En fin, todo mundo se las arregla como puede para hacer convivir principios y realidad.

Pero volvamos a nosotros y dejemos a los economistas en su plácida navegación econométrica entre el sacerdocio y la adaptabilidad a las circunstancias. Si saludamos con placer la globalización de la cultura, de los derechos humanos, de la información, ¿por qué asombrarnos (o peor, preocuparnos) por la internacionalización del capital? Que una empresa alemana compre una firma inglesa, o que otra empresa alemana compre, sub specie de fusión, a una firma estadunidense, pueden considerarse, estos hechos, como signos positivos en la construcción de interdependencias que podrían convertirse en puentes de entendimiento entre distintas partes del planeta. Las empresas entonces como posibles, e inconscientes, agente de comunicación entre países y culturas.

Y sin embargo, mi impresión es que estamos aquí frente a un peligro. Frente a una tendencia que requiere controles públicos más estrictos para regular el excesivo poder de parte de empresas gigantescas. Si una característica positiva tuvieron las últimas décadas de este siglo fue justamente el nacimiento de miles y miles de empresas en diversas partes del mundo que alimentaron nuevos rumbos para la tecnología y para productos hace poco inexistentes y hoy vitales para millones de seres humanos. Empresas pequeñas y medianas que dieron trabajo a los millones de trabajadores expulsados por las grandes.

En el fondo la principal virtud del capitalismo es ésta: una competencia que es desequilibrio vital, lucha permanente de las empresas para subsistir mejorando sus productos y sus formas de producir. La competencia evita el estancamiento como una especie de motor silencioso que obliga a enteros cuerpos productivos a renovarse para no perecer. La reconcentración de los capitales en unidades económicas gigantescas constituye en cambio un riesgo mayúsculo. Y no sólo porque convierte la competencia en un enfrentamiento entre gigantes que puede ser tan nocivo como su colusión, sino por dos razones más. La primera, económica: porque sus decisiones individuales pueden tener impactos globales excesivamente extendidos. La segunda, política: porque riqueza y poder tienen una mutua recíproca atracción que puede resultar fatal para cualquier tipo de democracia cuando a protagonizar el papel de la riqueza sean pocas empresas de dimensiones gigantescas.

Mientras aún no encontramos una fórmula decente para hacer convivir competencia productiva con solidaridad social, debilitar a la primera no favorecerá a la segunda sino la reducción de la democracia a una liturgia cansada y cada vez menos relevante en la dirección de enteras sociedades. El capital que nace de la competencia tiende permanentemente a eliminarla. Y es deber del Estado evitar que esto ocurra. Si la realidad finisecular va por el lado de la conformación de gigantescos conglomerados (transnacionales y no) es evidente que los procesos de regionalización política, como el que protagoniza la Unión Europea, se convierten en una necesidad vital para reequilibrar la balanza entre poder y riqueza. Una riqueza sin vínculos económicos podría terminar por considerar intolerables los vínculos políticos. Y después de haber perdido la competencia se podrían perder cosas más importantes.