En días pasados ingresó a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, el historiador Pedro Navascués Palacio, quien se ha dedicado al estudio de la arquitectura española de los siglos XIX y XX. De su extensa bibliografía se pueden destacar los trabajos dedicados a la Arquitectura y arquitectos madrileños del siglo XIX (1973), Palacios madrileños del siglo XVIII (1978)y su contribución al tomo V de la Historia del arte hispánico (Del neoclasicismo al modernismo, 1979). Participó en 1989 en el simposio Arte y academias en el siglo XVIII en el ámbito hispánico, organizado en México por la Generalitat valenciana y el Museo Nacional del Arte.
Sin embargo, lo que más nos interesa destacar de la labor de Navascués es su tenaz defensa del patrimonio histórico. A propósito, su discurso en la academia madrileña lo dedicó a la Teoría del coro en las catedrales españolas, advirtiendo sobre lo que él llama la ``destrucción pacífica'' de los recintos catedralicios, fenómeno impulsado por los cabildos eclesiásticos que argumentando ``razones litúrgicas'', ya ha afectado a más de 30 recintos monumentales, principalmente sus coros (con todos sus elementos internos), los cuales son almacenados, desplazados o destruidos.
En un severo artículo publicado en El País, titulado elocuentemente Arte, hipocresía e Iglesia (7/II/98), el historiador documentó ``la deficiente gestión del patrimonio catedralicio español'' por parte de la Conferencia Episcopal, cuya comisión de patrimonio es ``absolutamente inoperante''. Según Navascués, la historia del ``desprecio'' por los coros comienza con la destrucción del de Oviedo en 1901 y aumenta en la última mitad del siglo con los de Santiago, Granada y Valencia, además de que Burgos está en la mira.
Pero no sólo se trata de los coros, también retablos como el mayor de Ciudad Rodrigo, obra de Fernando Gallego, que fue vendido al museo de la Universidad de Tucson, Arizona; o el de Santo Domingo de la Calzada, Logroño, de Damián Formet, que fue desmantelado porque contribuía a la ``desliturgización de la catedral'' (sic). También la espléndida reja de Valladolid ahora forma parte del acervo del Museo Metropolitano de Nueva York.
Y los intentos no paran. El obispo de Salamanca recientemente tuvo una revelación veraniega, en la cual veía ``limpia la catedral, no de polvo y barro, sino de otro tipo de suciedad como es el coro'', cuya sillería fue concebida por Joaquín Benito de Churriguera y tallada por su hermano Alberto, además del diseño del facistol. A su vez, el de Segovia quiere eliminar el retablo mayor junto con el coro y rejas, además de cerrar el museo diocesano que alberga el palacio episcopal, mientras que su biblioteca dieciochesca ya fue convertida en sala de computación, todo un símbolo -comenta Navascués-- ``de lo que entiende por aggiornamento un amplio sector de la iglesia española''.
La experiencia española, tan bien documentada por el catedrático de la Escuela de Arquitectura de Madrid, debe servir de advertencia a las autoridades públicas y eclesiásticas mexicanas. No debemos olvidar que en México ya se han dado muchos casos similares, como la radical remodelación en 1957 de la iglesia de la Asunción, ahora catedral de Cuernavaca, demoliéndose los retablos neoclásicos que albergaba, dándole al espacio interior un ambiente de ``basílica paleocristiana''; el intento por desaparecer el altar del Perdón y el coro de la Catedral de México, después del incendio de 1967, para darle ``un ámbito propiamente litúrgico''; y la destrucción del ciprés neoclásico de la catedral de Guadalajara, en 1992, a fin de crear un espacio más ``digno'' en lugar del ``obsoleto altar mayor''.
Al igual que en España, aquí tampoco existen criterios compartidos entre el gobierno y la Iglesia para la conservación del patrimonio cultural eclesiástico, pese a las reuniones habidas entre las autoridades arzobispales y culturales. Por el contrario, se siguen causando daños como en la catedral de Morelia (lesiones en la portada oriente del crucero y en el ángulo que forman la nave lateral poniente y el edificio de la Mitra, además del desmonte del manifestador de plata del altar mayor), así como el cierre parcial y expurgo de los archivos históricos diócesanos de Puebla y México, impidiéndose su consulta y completa microfilmación.
El Consejo del Patrimonio Histórico Español, reunido el pasado viernes en Bertiz, Navarra, impugnó las arbitrarias decisiones de los cabildos catedralicios. En cambio, en México tanto la Comisión Nacional de Monumentos Históricos como la de Arte Sacro (consultora de la Pontificia para los Bienes Culturales de la Iglesia), dormitan tranquilamente.