Para Enrique del Val
Superar la pobreza extrema se ha vuelto un propósito que nadie se atreve a rechazar. Este y el anterior gobierno han hecho de ello su compromiso y para demostrarlo usan de discursos y cifras, relaciones y proporciones que llegan a ser excesivos y hasta abusivos, porque más que esclarecer el panorama social lo oscurecen y dan lugar a polémicas poco útiles, bizantinas.
Sin embargo, la aceptación casi universal de esta tarea no ha significado que la sociedad y el Estado en verdad la asuman y se movilicen y pongan en tensión sus fuerzas para acometerla y superar la lacra que la origina. Montos financieros y verbo se dan sin cesar, pero lo único que no decrece es la pobreza. Esta sí es, en verdad, una paradoja que embarga al país entero. Lo del dedo es, en todo caso, un chiste cruel y malo.
La insistencia genérica en la pobreza extrema ha servido para olvidar que en el gobierno y la academia atufada, y tal vez también en algunos círculos pensantes del campo empresarial, hay quienes todavía se preguntan si vale la pena plantearse el tema de la pobreza como un problema a resolver. Quienes así razonan ya no se arriesgan a decirlo como antes, cuando el entusiasmo con el éxito de las reformas económicas les permitía mirar por encima del hombro a quienes inquirían por el presente y el destino de los millones de mexicanos que no ``entraban'' en el modelo ni en sus proyecciones cercanas y realistas, pero no han dejado de pensarlo y, lo que es peor, de actuar en consecuencia, enturbiando el de por sí opaco terreno de la discusión política e intelectual sobre la política social que México puede llevar a cabo, precisamente a la luz de los millones que sufren la pobreza extrema o absoluta.
Sin duda, la magnitud de la población afectada es tal, que de entrada la erradicación de la miseria se antoja una misión imposible. Lo que debe involucrarse son inversiones cuyo beneficio no está a la vista y asignarse dineros al gasto corriente de cuya eficiencia nadie puede estar seguro de antemano. Y, después de todo ello, seguirá en muchos la duda de si no se está en realidad ante una situación inconmovible, una ``cultura'' dentro de cuyo universo la noción misma de pobreza carece de sentido para los que en ella viven.
Nuestra discusión sobre el asunto ha sido precaria y ofuscada por el prejuicio y los intereses inmediatos de la política ocasional. Pero los referidos son, en cualquier circunstancia, algunos de los factores y elementos que hay que poner sobre la mesa del modo más riguroso para buscar algún punto en el cual puedan converger visiones y posiciones que son diversas pero que, sobre todo, se mantienen en la penumbra y en la guerrilla presupuestaria o mediática.
Urge hacer esto, si lo que se quiere es convencer a la sociedad y al Estado que vale la pena, económica y socialmente, pero sobre todo éticamente, desplegar esfuerzos, asumir sacrificios y hacer compromisos para superar lo que, más allá del raciocinio miope y pedestre de algunos tecnócratas y exégetas tardíos del liberalismo más silvestre, nos ha vuelto impresentables no ante el tribunal supremo de la revolución, sino ante el público ilustrado e informado de la sociedad avanzada y posmoderna, a cuyos centros de excelencia se quiere seguir asistiendo impunemente.
De poco sirve insistir en quitar y poner adjetivos a la política social que México necesita, si a la vez se usa ese discurso para sacarle la vuelta al hecho central de toda esta triste historia: que las causas del empobrecimiento y del rezago inicuos de estos tiempos, no son los pobres y la pobreza; que las víctimas no pueden ni deben cargar además con la carga de la prueba y el daño; que en el pasado y hoy ha habido olvidos y decisiones, ésas sí no transparentes que, también, han sido vistas como ocasiones para el lucimiento personal, pero ante un público más selecto que el que naturalmente asiste al teatro de la cuestión social. Que, en fin, detrás del fenómeno y sus magnitudes inaceptables hay, sí, una cultura, pero de la concentración y el regodeo con la riqueza, de la posposición sin fecha de medidas que pudieran abrir brechas de mejoramiento y esperanza a los damnificados de esta aventura económica que, por lo pronto, no ha traído sino desventuras y expectativas cada vez más chatas.